La Historia que Nunca Tuvimos

El SUEÑO MAS CALIDO

Todo estaba bañado en luz dorada, como si el sol de la tarde se hubiese colado por cada rendija de la vieja casa. Yo tenía pintura blanca en la mejilla, el cabello recogido en un chongo torpe y una blusa suelta que dejaba ver claramente mi vientre redondeado.

Me miré las manos: tenía una brocha en una y la otra descansaba, casi sin pensar, sobre mi estómago.

—¡No te robes mis herramientas! —se oyó la voz de David desde el otro lado del cuarto.

Giré y lo vio venir con una tabla de madera al hombro, el cabello despeinado y una sonrisa que parecía no caberle en la cara. Tenía polvo en la camiseta y una mancha de pintura azul en la frente.

—No me las robé —respondí riendo—, me las apropié legalmente como esposa embarazada.

David soltó una carcajada y dejó la tabla en el suelo. Luego se acercó y se agachó un poco para quedar a mi altura. Me limpió con cuidado la mejilla manchada, pero no dijo nada. Solo me miró como si el mundo entero se resumiera en mí.

—¿Qué? —pregunté, fingiendo fastidio.

—Nada. Es solo que… no me creo esto —dijo él, apoyando una mano en mi vientre—. Cada mañana me despierto esperando que esto sea un sueño. Pero no lo es. Estás aquí. Estamos aquí.

Sentí una punzada de ternura. Lo abracé con una lentitud suave, como si no quisiera romper la burbuja de ese instante. Podía sentir su respiración en el cuello, el calor de su cuerpo, el peso cálido de la felicidad.

—Si esto es un sueño —susurré—, no quiero despertar nunca.

David no respondió. Solo me abrazó más fuerte.

Y entonces, algo cambió.

Una vibración extraña. Una grieta en el aire. Un sonido lejano… como si algo golpeara el mundo por fuera del sueño.

David se separó un poco, y en su rostro había algo nuevo. No miedo. No tristeza.
Era… conciencia.

—No tienes que despertarte todavía —me dijo con una voz más baja, casi fantasmal—. Pero cuando lo hagas… recuerda esto. Recuerda que fuiste feliz conmigo.
Que aún puedes volver.

Yo intentaba responder, pero la luz empezó a deshacerse. Todo se volvió blanco.
Y en el último segundo antes de abrir los ojos, escuché una risa. La risa de un niño que aún no existía.

Desperté con lágrimas en los ojos. No de tristeza.
De alegría y confusión.

Me senté en la cama con el corazón acelerado, como si acabara de correr una maratón en sueños. La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz azul del amanecer colándose entre las cortinas.

Me toqué el vientre, aún con la sensación física de haber llevado algo dentro. Alguien.

Abracé mis piernas, tratando de recordar cada detalle. La pintura blanca. El sonido de la madera al caer. La voz de David llamándome “esposa”. Y esa risa… Esa risa pequeña. Alegre. De un niño que no existía.

Caminé en silencio hasta mi escritorio, encendí la lámpara y tomé mi cuaderno.
Comencé a escribir.

“Soñé con él de nuevo. Esta vez no había guerra, ni sirenas, ni sombras.

Era nuestro hogar.

Yo estaba embarazada. Él no dejaba de mirarme como si no pudiera creerlo. Como si el universo le hubiera hecho un favor enorme que no se sentía merecedor de recibir.

Me dijo que si despertaba, debía recordar que fuimos felices. Que aún podíamos volver.”

¿Volver a dónde?

¿A ese lugar? ¿A ese tiempo? ¿A él?

Cerré el cuaderno con manos temblorosas.

-Se sintió tan real, como es eso posible?




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