Al día siguiente, el colegio se sentía distinto. Como si las paredes hubieran cambiado de color, aunque todo estuviera igual. Caminé más despacio. Observaba más. Buscaba algo… o a alguien, David.
Y lo encontré.
En la sala de música, como si me esperara. Estaba sentado, solo, con una guitarra en las manos. No lo había visto tocar nunca.
Me acerqué en silencio. Él no levantó la vista, pero sé que me sintió.
—No sabía que tocabas —dije en voz baja.
—No suelo hacerlo frente a los demás.
—¿Por qué?
—Porque no siempre las canciones son para todos.
Lo miré. Sus dedos se deslizaban con tanta calma que parecía que acariciaba el instrumento, no que lo tocaba.
—¿Y para quién es la de hoy?
Él se detuvo. Finalmente, me miró.
—Para ti.
Y siguió tocando. La melodía era sencilla. Melancólica. Como una tarde de lluvia que uno no quiere que termine.
Me senté frente a él sin hablar. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me ofrecía algo sin pedírselo. Y no sabía qué hacer con eso.
La canción duró poco más de dos minutos, pero yo sentí que se me abría el pecho como si respirara por primera vez.
No podía hablar. No sabía si llorar, abrazarlo, o besarlo ahí mismo.
Él dejó la guitarra con cuidado. Me miró, nervioso. Como si temiera mi silencio.
—La canción ya existía antes de conocerte —dijo, con una media sonrisa—. Pero creo que te estaba esperando igual.
—
Más tarde, en el receso, me encontré con Dani. Saltó sobre mí como siempre, como si la vida no pudiera pasar sin su energía.
—¿Y ese sonrisón? ¿Te dieron el desayuno con doble azúcar?
—Dani...
—No, no. Espera. Deja que lo adivine. Te besó en la mejilla. ¿O en la mano? ¿O ya vamos por el cuello?
—¡Dani! —le di un codazo, pero no pude evitar reír.
—Vamos, Naty. ¡Dame detalles!
Suspiré.
—Tocó una canción. Para mí.
Ella abrió los ojos como si acabara de oír que me gané la lotería.
—¡Noooo! ¡Te escribió una canción! ¡Ay, amiga, eso es nivel película!
—No la escribió. Solo la tocó. Pero sí… fue especial.
Dani me abrazó por detrás, apretándome fuerte.
—Solo te diré esto: si no te casas con ese chico, me caso yo.
—
El resto de las clases no apareció. No pasó por mí a las dos. Se borró del mapa.
Y eso me preocupó.
Pasé la tarde mirando la puerta de entrada. Nada. Me dije que no debía exagerar. Que solo fue un rato. Pero esa pequeña ansiedad ya se había colado en mi pecho.
Esa noche volví a soñar con su mirada. Y esta vez, también con su ausencia.
—
El jueves lo vi cruzar el patio. Solo. No venía con sus amigos. Tampoco traía su sudadera.
Me acerqué. Él no se detuvo, pero al notar mi presencia, giró lentamente hacia mí.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí. Solo… tuve un mal día.
—¿Quieres hablar?
Negó con la cabeza.
—¿Puedo quedarme contigo, entonces?
Esta vez no respondió. Pero su forma de caminar se volvió más lenta. Su cuerpo más abierto. Como si decir “sí” no le saliera fácil por la boca, pero sí por los pasos.
Nos sentamos en el parque del colegio, bajo un árbol ya casi desnudo de hojas. La sombra nos cubría como un techo frágil.
—¿Sabes qué es lo que más me da miedo? —pregunté de la nada.
—¿Qué?
—Que esto... no sea real. Que solo sea una ilusión. Que te vayas sin decir adiós, y yo me quede otra vez sola con todas las preguntas.
Él se quedó en silencio. Bajó la cabeza. Luego alzó la mirada, y en sus ojos había algo que no había visto antes. Dolor. Profundo. Viejo.
—No planeo irme. Pero si algún día lo hago… no será sin explicártelo.
Y en ese momento, entendí que él también estaba roto. Que cargaba sus propios miedos. Y que tal vez, solo tal vez… nos estábamos reconstruyendo el uno al otro.
—Discutí con mi papá ayer.
Su voz sonaba diferente. Más baja. Más cruda.
—¿Por qué? —pregunté, con delicadeza.
David bajó la mirada. Se talló el entrecejo con los dedos, como si quisiera borrarse un pensamiento.
—Dijo que estoy perdiendo el tiempo. Que mis planes no tienen sentido. Que yo… tampoco lo tengo.
Se me encogió el corazón.
—¿Te dijo eso?
—Me dijo que “los soñadores como yo terminan decepcionando a todo el mundo”.
Que debería dejar de creer en cosas que no existen.
Se quedó callado un segundo. Después rió, pero sin alegría.
—Creo que lo que más me dolió no fue lo que dijo. Fue que… por un momento, le creí.
Me acerqué sin pensarlo.
Le tomé la mano, suave, y lo obligué a mirarme.
—No le creas.
—¿Por qué no?
—Porque tú… tú haces que las cosas existan, tú me hiciste existir. Y eso… eso no lo hace cualquiera.
Él me miró. No como quien busca consuelo, sino como quien acaba de encontrar un hogar.
Se inclinó y apoyó la frente en mi hombro. Y ahí, en ese silencio íntimo, supe que acababa de confiarme una parte suya que no mostraba a nadie.
Y yo… la abracé como si fuera mía también.
Ese fue el día que me di cuenta de que no era un juego, que David no era solo un chico misterioso que apareció un día de otoño, era algo más, algo que tal vez era mucho más grande de lo que podía imaginar.