La Historia que Nunca Tuvimos

EL TIEMPO SE QUIEBRA

Llevábamos media hora en la moto, yo lo abrazaba con fuerza desde atrás, el casco rosa que me prestó me quedaba un poco grande, pero no me importaba.

David olía a limpio. A su perfume favorito. A hogar.

Había prometido que el lugar al que íbamos me iba a enamorar. Como si eso fuera necesario.

—¿Me das una pista? —grité por encima del ruido del viento.

—No. Solo confía. Te va a encantar —respondió con una sonrisa en los ojos, reflejados en el retrovisor.

Lo vi. Y en ese instante sentí que todo estaba bien en el mundo. Mi mundo. Él.

Era nuestro aniversario. Un año. Un año desde que le dije que sí, un año desde que decidí dejar de tener miedo y lanzarme con él al abismo hermoso del amor. Llevábamos semanas planeando este día, yo había preparado una carta. Él decía que tenía una sorpresa. Hablábamos de eso como si el futuro nos perteneciera, como si no hubiera manera de perder.

El clima era perfecto, el sol estaba alto, pero no quemaba. Las calles estaban tranquilas. La ciudad parecía darnos permiso de vivir sin prisa ese día.

—¿Podemos pasar por un helado? —le dije, apoyando mi barbilla en su hombro.

—Por supuesto. Mi novia tiene antojos, y yo soy su esclavo feliz.

El atardecer caía lento sobre el centro de la ciudad, tiñendo todo de un tono cálido y nostálgico. Caminábamos tomados de la mano, con los dedos entrelazados como si no pudiéramos soltarnos aunque quisiéramos. Adoraba esos desvíos sin destino. Era en esos momentos donde todo parecía ligero, como si la vida entera se redujera a risas tontas y sabores de vainilla y chocolate.

Caminamos por la plaza con sus helados en mano, hasta que una pequeña mesa con una sombrilla roja llamó nuestra atención. Un señor mayor, con boina y bigote blanco, dibujaba retratos a lápiz sobre hojas grandes. A su lado, una pizarrita escrita con tiza:
"Retratos de amor — Detengo momentos que no deben olvidarse"

David me miró con una sonrisa traviesa.

—¿Quieres uno?

—¿Un retrato? ¿Así, de nosotros? —pregunté, divertida.

—Claro. Para que quede constancia de que soy el tipo con la novia más bonita del planeta.

Yo rodé los ojos, pero no pude evitar reír.

—Va. Pero solo si no haces caras raras.

Nos sentamos juntos en la pequeña banquita frente al artista, todavía con los helados medio derretidos. Él nos pidió que nos miráramos, que nos relajáramos y que no posáramos tanto.

Y mientras el lápiz danzaba sobre el papel, el señor nos hizo preguntas suaves, como quien no tiene prisa y sabe que el arte es también conversación.

—¿Y tú, joven? —preguntó el hombre a David sin dejar de dibujar—. ¿Qué sientes por ella?

David abrió los ojos, sorprendido. Me miró y me sonrojé en automático.

—¿Así de directo? —bromeó.

—La verdad sale mejor cuando uno no la espera —respondió el artista con una sonrisa.

David se rascó la nuca. Luego se inclinó hacia adelante, como si no pudiera contenerlo más.

—Estoy enamorado de ella —dijo, y su voz no tembló—. Como nunca creí que iba a estarlo de alguien. La amo. De verdad.

Lo miré con los ojos muy abiertos, el corazón latiéndome tan fuerte que pensé que se me notaba.

Pero David no terminó ahí.

Se puso de pie de golpe, levantó los brazos y gritó, sin importarle quién lo escuchara:

—¡La amo! ¡Amo a mi novia! ¡Soy el chico más afortunado del universo entero por tenerla!

Varios transeúntes voltearon sorprendidos. Algunos sonrieron. Una niña aplaudió. Yo lo miraba entre divertida y avergonzada, pero no podía dejar de sonreír. No por la escena, sino por lo que había sentido al oírlo: que nada, nunca, había sonado más sincero.

David volvió a sentarse, aun riendo.

—Perdón —dijo, entre risas—. Tenía que sacarlo del pecho. Si no, me iba a explotar.

Lo miré, y en ese instante, supe que lo que estábamos construyendo no era algo común. Era real. Íntimo. Irremplazable.

Y mientras el artista terminaba el retrato con un trazo final, pensaba que ojalá ese dibujo pudiera atrapar no solo nuestros rostros… sino también la felicidad exacta de ese momento.

Una vez que tuvimos el retrato en nuestras manos decidimos continuar nuestro camino, ya nada podía ser mejor este día.

Tenía la cabeza recargada en su espalda y pensé: Estoy segura. Estoy feliz. Estoy exactamente donde debo estar.

Y entonces… todo se volvió blanco.

Fue solo un segundo. Un ruido. Un golpe seco. Un frenazo que no llegó a tiempo.

El auto apareció de la nada, girando más rápido de lo que debía, en una calle en la que no debía estar.

No hubo gritos. Solo el instinto.

David giró el manubrio con fuerza, yo sentí su cuerpo empujar el mío para protegerme y luego… el aire me arrancó del mundo.

Recuerdo el pavimento, frío. La sensación del casco saliendo volando, la sangre. El pitido agudo en mis oídos, la luz que ya no era luz.

Intenté hablar, pero mi boca no respondía, intenté moverme, pero todo pesaba como si el universo se hubiera sentado sobre mi pecho.

Quise gritar su nombre. Quise decirle que estaba bien, aunque no lo estaba.

Pero no vi a nadie, solo oscuridad.




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