La Historia que Nunca Tuvimos

DONDE EMPIEZA EL SILENCIO

—Doctora, por favor, le estoy preguntando si mi hija va a despertar —la voz de mi mamá temblaba al borde del colapso.

Tenía las manos frías, el maquillaje corrido y una carpeta con papeles arrugados entre los brazos, como si aferrarse a los informes fuera lo único que la mantenía de pie.

—Lo entendemos, señora —respondió la doctora, con un tono profesional que sonaba demasiado impersonal—. Estamos estabilizando sus signos. El traumatismo craneoencefálico fue severo. Las siguientes veinticuatro horas serán cruciales para evaluar el daño neurológico.

—¿Pero está consciente? ¿Puede oírme? ¿Me escucha si le hablo? ¿Sabe que estoy ahí?

—Por ahora no hay respuesta clara. Su cuerpo está reaccionando. El cerebro necesita tiempo para desinflamarse. No podemos dar más información sin estudios complementarios.

Ella respiró hondo, como si no hacerlo la partiera en dos.

—No pueden darme más información porque no saben qué está pasando.

—Estamos haciendo todo lo posible.

La doctora se fue con el mismo tono con el que había llegado. Y mamá se quedó sola en medio del pasillo blanco, con el sonido de las máquinas de fondo y el corazón al borde del colapso.

Caminó por inercia hasta la sala de espera.

No sabía si sentarse, si llorar o si gritarle a una pared y entonces escuchó una voz familiar.

—Señora Marisol…

Era Dany.

Tenía ya los ojos enrojecidos de tanto llorar.

—Dany… hija, ¿está todo bien? ¿le pasó algo a Natalia?

—Está todo perfecto, de hecho ella…Está bien señora?

Mamá tragó saliva.

— Dicen que… no saben si va a despertar. Que no pueden prometerme nada.

El silencio cayó por un segundo, y luego Dany habló.

—Señora, necesito hablar con usted, Naty ya despertó

—¿Cómo que ya despertó? ¿Por qué nadie me dijo nada?

—¡Sí! Pero por favor escúcheme, hay algo que tengo que decirle y es muy importante, ella esta bien, esta ahí adentro, con David.

—¿David?

Las dos se quedaron inmóviles.

Y mientras ellas hablaban…
Yo sonreía mientras David me abrazaba con fuerza.

El mundo no era del todo oscuro. Tampoco claro. Era como una neblina espesa donde todo se sentía amortiguado, suave, como si estuviera flotando entre dos respiraciones.

No sabía dónde estaba, no sabía por qué el cuerpo me pesaba tanto. Solo que estaba… entreabierta.

Y que había voces. Al principio solo murmullos.

Luego pasos.
Luego, cerca de mí, alguien que lloraba.
Y después, afuera, en el pasillo, voces conocidas.

Forcé mis oídos.

No podía abrir los ojos del todo, pero sí… los escuchaba.

Era Dany.
Y David.

Ella hablaba bajo, pero su tono era urgente.

Él… su voz sonaba desesperada, como si algo dentro de él estuviera rompiéndose.

Y entonces escuché la frase.

—Por favor, Dany… ayúdame. La amo.

Mi corazón, aunque adormecido, dio un golpe fuerte dentro de mí.

Quise hablar, quise gritarles que estaba ahí. Que los escuchaba. Que no entendía nada pero que los necesitaba, pero la anestesia me jugaba una mala pasada.

No pude, solo el silencio salió de mí.

Y luego… más negrura.

David tenía los ojos húmedos, la voz hecha trizas. Apoyaba la frente contra la puerta cerrada, como si pudiera tocarla a través de esa madera blanca.

—¿Tienes idea de lo que me estas pidiendo David?

Dany lo miró, los brazos cruzados sobre el pecho, luchando por no quebrarse.

—No sé, ahorita mismo no tengo idea de nada, solo sé que amo a Natalia, ella está en esta situación por mi culpa y haré lo que sea para repararlo

Él giró, y sus ojos brillaban con más dolor que miedo.

—Por favor, Dany. Ayúdame.
La amo.

Dany asintió, apenas.

-Su mamá ya lo sabe, también nos va a ayudar

Y en ese gesto, en ese silencio compartido… se selló algo que no tenía vuelta atrás.

Todo era blanco.

El zumbido de las máquinas se había esfumado. No había pitidos, ni pasos, ni voces. Solo el silencio espeso que parecía haberse tragado el mundo.

Abrí los ojos y reconocí el techo del hospital, pero algo no estaba bien. La luz era demasiado brillante. El aire, demasiado quieto.

Giré la cabeza. No había nadie.

Las sábanas estaban frías, y el cuarto parecía más grande de lo normal. Me senté, luego me puse de pie con esfuerzo, descalza sobre el suelo helado. Caminé hacia la puerta, empujándola con la mano temblorosa.

El pasillo también estaba vacío. Demasiado vacío.

—¿Dany? —llamé, con mi voz rebotando sin eco—. ¿David?

Nada. Ni una respuesta. Solo el sonido sutil de mi propia respiración, cada vez más agitada.

Caminé más rápido. Pasé junto a salas sin nombre, puertas entreabiertas, habitaciones vacías con camas hechas pero sin nadie adentro. Cada paso que daba se sentía más difícil. El aire se espesaba como humo invisible. Y el dolor… empezó a crecer.

Un zumbido agudo comenzó a taladrarme el cráneo.

—¡David! —grité con fuerza, llevándome una mano a la sien.

Me apoyé contra la pared. El mundo parecía inclinarse un poco, como si el hospital entero estuviera a punto de volcarse. Y por fin pude verlo.

Allí, al fondo del pasillo, David. De espaldas. Caminando lentamente, con las manos en los bolsillos.




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