Despertar en el hospital se volvió una costumbre más rápida de lo que imaginé.
Los días eran largos, todos parecidos, pero no malos. La habitación tenía ese olor limpio a desinfectante y sábanas nuevas, y por la ventana entraba una luz blanca que a veces se colaba como un abrazo tibio. Me decían que necesitaba descansar. Que todavía me veía un poco pálida. Pero en general, estaba bien. Un poco débil, nada más.
Mi mamá pasaba por las mañanas, siempre apurada, siempre con carpetas bajo el brazo. Me sonreía con cansancio y me decía que tenía que ver lo de los papeles, las cuentas, las firmas. Que volvía pronto. Y yo asentía. Sabía que, aunque no se quedara todo el día, ella encontraba la forma de estar cuando más la necesitaba.
Una vez, creo que fingí estar dormida para no preocuparla. La escuché suspirar largo, como si el alma se le desinflara por un momento, y dejarme un pequeño sobre blanco junto a la almohada. No lo abrí enseguida. Quise quedármelo ahí, intacto, como una especie de promesa doblada a la mitad. Una noche después, al fin lo leí. Solo tenía cinco palabras: “Aquí sigo. No me rindo.” Y un corazón dibujado en la esquina.
En las noches, su presencia cambiaba. Aparecía más tranquila, como si el cansancio le hubiera borrado la parte del miedo. Me acariciaba el cabello en silencio, como cuando era chiquita. A veces me cantaba bajito, la misma canción que me arrullaba cuando tenía fiebre. "Duérmete, mi amor… que el sol te va a esperar."
No lo decía completo, solo la tonada. Pero con eso bastaba. Era como si mi cuerpo supiera exactamente cuándo estaba ahí. A veces, entre la canción, le escuchaba decir cosas que no estaban hechas para mí. Cosas que salían de su corazón como un hilo suelto.
Dany venía después de la escuela, cargando su mochila como si pesara una tonelada. Siempre traía algo nuevo: flores, caramelos, recortes, hasta dibujos de sus compañeros. Me platicaba lo que pasaba en clases, se burlaba de lo ridícula que era la nueva maestra de matemáticas y me ponía al tanto de los romances secretos del salón.
—¿Sabías que a Sofía la cacharon con Mario en el laboratorio? —me decía, alzando las cejas—. Según ellos estaban “haciendo tarea”. Sí, claro.
Yo reía, o al menos lo intentaba. A veces solo la miraba hablar, con esa forma tan suya de llenar los espacios vacíos con historias, como si supiera que mi mente necesitaba seguir sintiendo que allá afuera todo seguía igual.
Una tarde, me trajo un frasco de cristal con estrellitas de papel dobladas.
—Es un frasco de promesas —me explicó—. Cada una tiene algo que haremos cuando te den el alta. No acepto excusas.
Una promesa decía: “Ver todas las pelis cursis que odias y fingir que las amas.”
Otra: “Tomar helado en invierno sin quejas.”
Y otra: “Hablar del universo como si lo entendiéramos.”
Y David…David estaba casi siempre. Nunca pregunté cómo lo hacía. Me bastaba con saber que abría los ojos y ahí estaba él, sentado en la esquina del sillón, jugando con un cordón de su sudadera o mirándome como si cada pestañeo mío le confirmara que todo iba a estar bien.
A veces traía cómics viejos y los leía en voz alta con voces ridículas. A veces solo me contaba tonterías de internet. Pero lo que más hacía… era planear.
—Hoy vamos a caminar un poco, ¿sí? —decía, ofreciéndome la mano.
Me ayudaba a levantarme, con infinita paciencia, como si cada movimiento mío valiera oro. Caminábamos por el pasillo, lento, sin prisa. Él hacía chistes, señalaba grietas en el techo, imitaba a las enfermeras.
—Cuando salgas de aquí vamos a hacer todo lo que dijimos —me repetía—. Nos vamos al lago, luego pintamos esa pared y luego... te enseño a tocar esa canción que tanto te gusta. Pero sin quejidos, ¿eh?
Yo asentía.
Él siempre hablaba de “cuando salgas”. Nunca decía “si”.
Y yo le creía.
Un día, mientras volvíamos a la habitación, me detuve frente a una ventana que daba al jardín interno del hospital. Las flores estaban en plena floración.
—¿No es extraño? —le dije—. Que todo allá afuera siga como si nada.
Él me miró en silencio un segundo. Luego sonrió.
—Tal vez lo que pasa allá afuera no es "como si nada", amor. Tal vez es como si el mundo estuviera esperándote para que lo vuelvas a mirar.
Me quedé pensando en eso.
Eran días lentos, pero llenos. Como si el tiempo se hubiera ablandado solo para darme una pausa. Un respiro. Un rincón entre todo lo conocido donde mi mamá seguía cantándome, Dany seguía riéndose, y David seguía recordándome que el amor no desaparece cuando las cosas se detienen.
No supe exactamente cuándo llegó el momento. Un día desperté, y la enfermera me sonrió distinto.
—Hoy es tu último desayuno aquí, preciosa.
Yo parpadeé, confundida.
—¿Cómo que el último?
—Tu cuerpo ya está fuerte. Los doctores dicen que estás lista para irte a casa.
Me quedé en silencio. La idea me emocionaba… pero también me asustaba un poco.
¿A casa? ¿Y luego qué?
Minutos después, apareció Dany, cargando una mochila ridículamente grande y con flores nuevas en la mano.