La luz de la mañana entraba por la ventana como si el sol supiera que algo importante había pasado. El reloj marcaba las 10:14 de la mañana. Estaba en casa. De vuelta.
Con la misma colcha en mi cama, el mismo olor a café que venía de la cocina, los mismos ruidos suaves del barrio. Y, sin embargo, todo se sentía un poco más… callado.
Como si el mundo hablara en voz baja para no romper algo.
Me quedé unos minutos acostada, sin moverme, solo dejando que ese momento me envolviera. Las cortinas se movían suavemente, como respirando conmigo. Todo parecía limpio. Ordenado. Como si el tiempo no hubiera pasado, o como si alguien hubiera querido que todo estuviera perfecto para mí.
Mi mamá estaba más tranquila. No salía mucho de su cuarto desde hacía semanas, pero esa mañana se esforzó. Cocinó hot cakes, puso flores frescas en el comedor, se peinó. Como si fuera un día especial. Como si necesitara que yo la viera bien.
—Hoy celebramos que mi niña está en casa —dijo con una sonrisa que me recordó a las de cuando era chiquita, cuando me curaba los raspones con una tirita de dibujos y un beso en la frente.
—¡Y que está cada día más hermosa! —agregó Dany, mientras me abrazaba por la espalda y dejaba un beso en mi mejilla.
Olía a su perfume de lavanda. A jabón fresco y a escuela. Traía una bolsita de tela con regalos improvisados: calcetas con dibujos ridículos, una libreta con nuestras frases favoritas, y una pulsera hecha con hilo rojo.
—Te la hice mientras te esperaba —me dijo en voz bajita—. Para que no te olvidaras de volver.
David llegó unos minutos después. Traía una caja envuelta con un moño morado, algo arrugada por el camino.
—¿Qué es esto? —pregunté, riéndome mientras tomaba el regalo.
—Un detalle para la reina del día —me dijo, y al abrirlo descubrí un álbum en blanco—. Para que llenes de fotos esta nueva etapa.
Lo abracé sin pensarlo. No solo por el álbum.
Por todo.
Por haber esperado. Por estar ahí.
Quería llorar, pero no sabía bien por qué. Solo me sentía agradecida. Presente.
El comedor estaba adornado con guirnaldas de papel y una pancarta escrita a mano:
"Bienvenida a casa, Naty". Había bocadillos, pastel, jugo de fresa en copas elegantes.
Música suave sonaba desde el celular de mi mamá, una de sus listas antiguas de trova.
Silvio. Sabina. Mecano. Canciones que no había escuchado en años, pero que mi cuerpo aún recordaba.
Me senté en medio de los tres, mi gente, los que no se habían ido.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó mamá, sirviéndose un poco de ensalada de frutas y sin levantar la mirada.
—Un poco extraña. Como si todo fuera nuevo, pero a la vez ya lo conociera.
—Es normal —dijo Dany, mirando su vaso—. El cuerpo se recupera más rápido que la cabeza.
—Y el alma… a su propio ritmo —agregó David.
Nos quedamos en silencio un momento, pero no era incómodo. Era de esos silencios donde uno respira más profundo.
Después del almuerzo, fuimos al jardín. Había sol, y el pasto olía a fresco. Me senté en una manta, entre Dany y David. Mamá se quedó en la puerta, con una taza de té en las manos, observándonos como si quisiera grabarse cada segundo.
—¿Sabes? —dijo Dany, mientras me pasaba una servilleta para limpiarme el azúcar de la boca—. Ayer pensaba que no iba a volver a tener esto. A tenerte.
—¿Esto qué es?
—Tener a mi amiga riéndose con nosotros en el jardín.
David me tomó la mano.
—Eres fuerte, Naty. Lo fuiste todo este tiempo, aunque no lo recuerdes. Solo necesitabas un empujoncito para volver a ser la misma de siempre.
—Y estoy aquí. Gracias a ustedes.
Ninguno de los tres dijo nada más, pero el abrazo compartido que siguió fue más elocuente que cualquier palabra.
Antes del atardecer, mamá trajo una caja de fotos viejas. Dany y yo nos tiramos al piso a revolverlas mientras David se recostaba en el sillón y nos escuchaba comentar entre risas cada corte de cabello horrible y cada disfraz improvisado.
—¿Por qué nadie me advirtió que me parecía a un espárrago con moño? —dije, señalando una foto de mí a los nueve años.
—Porque te veías adorable —dijo David con una sonrisa.
—Te veías rara —corrigió Dany—, pero adorable también.
Fue entonces cuando supe que quería quedarme ahí para siempre. En esa sala. Con ellos. En ese instante sin sobresaltos ni despedidas.
Por la tarde, Dany y David se quedaron a dormir conmigo. Como en una pijamada. Pusimos películas, comimos palomitas y hablamos de cosas sin importancia.
En un momento, nos quedamos todos en silencio, viendo una escena triste de la película. Yo sentí que el corazón se me encogía sin razón, y entonces, sin pensarlo mucho, susurré:
—¿Dany… sentiste miedo? ¿Cuándo pasó el accidente?
Ella quedó en silencio. No la miré.
No la presioné.
—Mucho —respondió al fin—. Pero cuando despertaste… supe que todo iba a estar bien.
No lo dijo con convicción, pero yo no lo noté. Me aferré a su respuesta como se aferran las niñas a las promesas.
Esa noche dormí entre risas, palomitas frías… y el calor de quienes me amaban.
Y por primera vez desde el accidente, creí que todo realmente podía volver a estar bien.