La Historia que Nunca Tuvimos

DESPERTAR NO ES LO MISMO QUE VOLVER

El reloj seguía marcando las 10:14.

Cada mañana, lo primero que veía al despertar era la aguja detenida, como si el tiempo no quisiera avanzar sin mí. Y, sin embargo, el sol seguía entrando por la ventana, las hojas seguían moviéndose en los árboles del patio, y mi pecho aún subía y bajaba con cada respiración. Estás viva, Natalia, me repetía. Estás volviendo.

Pero volver no era tan simple.

Afuera, el mundo giraba. Adentro, yo aprendía a ser paciente. Los médicos habían dicho que necesitaba reposo completo, que mi cuerpo aún no estaba listo para las caminatas largas, las salidas, las multitudes. Así que la casa se volvió mi mundo otra vez: las paredes conocidas, las fotos antiguas, la colcha suave, los techos que sabía de memoria.

David venía todos los días. A veces con flores, otras con libros, y siempre con palabras amables que parecían tener la forma exacta de mi ánimo. Dany también. Aparecía como en el hospital, con su mochila colgando de un hombro, siempre cargando dulces o una historia absurda para hacerme reír.

Pero algo en ella había cambiado.

—¿Todo bien, Dani? —le pregunté una tarde mientras me trenzaba el cabello como en los viejos tiempos.

—Claro. Solo... tengo mucho en la cabeza —respondió, sonriendo sin mostrar los dientes.

A veces se quedaba mirando por la ventana como si esperara que algo apareciera. O hablaba conmigo sin realmente escucharme. Cuando le pedía ayuda con los ejercicios de recuperación, respondía con entusiasmo, pero había un brillo extraño en sus ojos.
Como si estuviera sosteniendo algo que no podía contarme.

No la presioné. No quería que se sintiera culpable por no estar al cien. Después de todo, yo también me sentía incompleta.

Mis días eran lentos. Me levantaba con cuidado, hacía los estiramientos que me había enseñado la fisioterapeuta y me obligaba a caminar un poco por el pasillo aunque me temblaran las piernas. A veces me mareaba. A veces lloraba cuando nadie me veía.
Pero no me rendía.

Una tarde, David me ayudó a llegar hasta el patio. Me sostuvo de la cintura como si temiera que me desvaneciera en el aire.

—Ya no soy de cristal —le dije, riendo con la poca fuerza que tenía.

—No. Pero aún estás hecha de algo frágil. Algo precioso.

Me hizo sentar en la banca junto al rosal y se quedó a mi lado sin decir nada, solo dibujando con el dedo pequeños círculos sobre mi rodilla. Esos gestos que dicen “estoy aquí” sin tener que repetirlo.

Una noche, mientras intentaba dormirme, escuché a mi mamá hablando por teléfono. Estaba en su cuarto, pero su voz atravesaba la puerta cerrada como un susurro que no quería ser oído.

No entendí todas las palabras, solo escuché lo entrecortado de su voz. Y el llanto.
Ese llanto que uno reconoce porque lo ha hecho propio.

No le dije nada al día siguiente. Ella no lo mencionó. Desayunó conmigo como antes, con su voz más dulce de lo normal, poniéndome más fruta de la que podía comer pero seguía sin mirarme.

—¿Vas mejorando? —me preguntó, llevándose un bocado a la boca.

Asentí.

Pero me dolía no verla realmente conmigo, como si estuviera cerca… pero muy lejos al mismo tiempo.

Unos días después, estábamos en mi cuarto. La tarde se filtraba dorada por las cortinas, como si quisiera protegerme del mundo. David hojeaba una revista que había traído, y yo me limitaba a mirar el techo en silencio.

—¿Te pasa algo? —me preguntó sin apartar los ojos del papel.

—Solo… me siento rara. Como si estuviera aquí, pero no del todo. Como si todos vivieran algo y yo apenas estuviera invitada a mirar.

David cerró la revista y se giró hacia mí.

—¿Rara cómo?

—Excluida. Como si hubiera vuelto a casa… pero no del todo. Como si todo siguiera sin mí. Mi mamá apenas me habla. Dany está distante. No puedo salir. Ni siquiera puedo caminar bien. Es como si no importara. Como si el mundo ya siguiera sin mí.

David me tomó la mano con ambas suyas.

—Tú importas más que todo eso. No estás sola. Y no vas a quedarte atrás. Lo prometo.
Mientras estemos juntos, vas a estar bien.

Me quedé callada. No quería llorar. No otra vez.

—Gracias —susurré.

Él se acercó más y apoyó su frente contra la mía. Sentí su respiración calma, su calor, su presencia.

—No me importa cuánto tiempo tome. Este mundo, lo que sea que sea esto… si estoy contigo, es suficiente.

Después de que se fue, me quedé sola en la habitación, el reloj seguía marcando las 10:14.

Me acerqué a él. Lo toqué. Nada. Las pilas estaban nuevas, estaba perfectamente limpio pero no se movía.

Lo miré durante largos minutos y entonces me encogí de hombros. Quizá era solo un error, una simple coincidencia.

O tal vez, como todo lo demás, solo quería quedarse así.
Detenido.
Perfecto.
Inalterable.

Como si supiera que nada después de eso… volvería a ser igual.




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