Como había sospechado, algo en Dany que no estaba bien.
Lo noté apenas abrió la puerta de mi casa. Llevaba el cabello recogido a la fuerza, un suéter que no le conocía, y los ojos… vacíos. Cansados. Como si no hubiera dormido en días.
—¡Naty! —dijo con una sonrisa apenas dibujada, como quien intenta ser fuerte para no preocupar a la otra persona—. ¿Cómo sigue la princesa?
Me acerqué a abrazarla, y su cuerpo se sintió más liviano que nunca. Me apretó con fuerza, pero no dijo nada más.
—Estoy bien —susurré—. Ya camino un poco más. Enn unos días podremos ir al parque. Tal vez hasta la escuela.
Ella asintió, pero no respondió.
Subimos a mi cuarto, como siempre. Como antes. Pero esta vez, Dany no trajo dulces, ni películas, ni bromas listas para lanzarme como granadas de risa. Esta vez se sentó en el borde de la cama… y se quedó en silencio.
—¿Qué pasa, Dany? ¿Te peleaste con tu mamá?
Negó con la cabeza. Luego se llevó las manos al rostro. Y respiró hondo.
—No quería decírtelo. Porque ya bastante tienes con lo tuyo… pero ya no puedo más.
—¿Con qué?
Levantó la mirada. Estaba llorando en silencio.
—En la escuela… las cosas se pusieron feas.
Me senté frente a ella, preocupada.
—¿Qué pasó?
—Desde que pasó el accidente, hay rumores. Que hablo sola. Que veo cosas.
—¿Qué?
—Me llaman bruja, Naty. “La bruja Daniela”. O “la loca del tercer año”. Hacen círculos con sal en mi banca. Me dejan dibujos raros. El otro día pusieron una vela negra en mi mochila.
El corazón se me apretó. No era justo. No después de todo lo que había hecho por mí. No después de todo lo que había aguantado.
—¿Se lo dijiste a los profesores?
—¿Y qué iba a decirles? ¿Que yo la que siempre me he sabido defender soy víctima de bullying? ¿Que soy una débil?
Su voz se quebró.
—No lo entienden, Naty. Nadie entiende nada. Solo tú.
Se tapó el rostro con ambas manos y se dejó caer hacia mí. Me abrazó con fuerza, y sentí sus lágrimas empapar mi camiseta.
—Te extraño —dijo, entre sollozos—. Extraño hablar contigo sin sentir que estoy volviéndome loca. Extraño nuestras risas. Extraño cuando la única preocupación era si íbamos a pasar historia o si ese chico del salón B nos miraba. Extraño todo. ¡Te necesito!
Yo también lloré. No porque entendiera todo lo que estaba pasando. Aún no. Pero sí entendía el dolor de verla así. Desgastada. Rota. Sola.
—Dany… mírame —le pedí, tomando su cara entre mis manos—. No estás sola. No mientras yo esté aquí.
Ella bajó la vista, como si le diera vergüenza dejarse ver tan vulnerable.
—Prométeme algo —le dije—. En cuanto vuelva a la escuela, voy a sentarme contigo. En el centro. Donde todos nos vean. Y voy a mirarlos a los ojos y decirles que la bruja loca es mi mejor amiga. Y que no hay nadie más valiente que tú.
Ella soltó una risa chiquita entre lágrimas.
—Y luego vas a lanzarte un hechizo sobre ellos, ¿no?
—Claro. Les convertiré los lápices en gusanos.
—Y les harás vomitar corazones de pollo.
Nos reímos. Lloramos. Y luego nos abrazamos de nuevo.
—Te amo, Natalia.
—Y yo a ti, Dany. Gracias por no irte. Gracias por quedarte conmigo, aunque nadie más entienda lo que está pasando.
Nos quedamos así por horas. Viendo la tarde volverse noche desde mi ventana. Sin hablar mucho más. Solo respirando juntas. Cuidándonos el alma.
Esa noche no soñé con David, ni con doctores, ni con voces lejanas.
Soñé con Dany y yo, en una cafetería llena de estrellas, riéndonos hasta que nos dolía el estómago.
Y cuando desperté, me prometí a mí misma que no iba a dejarla sola nunca más.
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Me desperté antes del amanecer.
No fue una pesadilla. Ni un mal sueño.
Fue… un murmullo.
Voces bajitas. Lejanas. Que venían desde la cocina.
Me senté en la cama, un poco desorientada. El reloj marcaba las 5:42 a.m. Me puse una sudadera y un short de mezclilla, bajé con cuidado de no hacer ruido en las escaleras.
Cuando llegué al pasillo, las voces se hicieron más claras. Eran mamá y Dany. Hablaban en tono bajo, pero no lo suficiente como para que no alcanzara a escuchar una frase que me dejó helada.
—...se nos acaba el tiempo, Dany.
Silencio.
—No lo sabe —susurró Dany.
—Y no puede saberlo aún. No si queremos que...
La puerta de la cocina crujió cuando me acerqué, y ambas se callaron de golpe. Al asomar la cabeza, fingieron una sonrisa al unísono.
—¿Qué hacen despiertas tan temprano? —pregunté, forzando la voz a sonar normal.
—Preparábamos café —dijo Dany rápidamente—. Tu mamá quiso hacer pan dulce, pero ya sabes cómo es con la levadura…
—Vine temprano porque soñé contigo —agregó Dany, como si hubiera ensayado la frase—. Te traje uno de tus libros favoritos, mira.
Lo sacó de su mochila y me lo tendió. No pregunté más. Pero algo en sus miradas, ese silencio cargado justo antes de verme, me dejó un nudo en el estómago.
Iba a decir algo cuando sonó el timbre.
—¿Quién será a esta hora? —preguntó mamá, frunciendo el ceño.
Corrí a abrir y ahí estaba él.
David.
Con su sudadera favorita, el cabello revuelto y esa sonrisa que podía hacerme olvidar hasta mi nombre.
-¿Acaso nadie duerme aquí? todavía ni amanece- comente tapándome los ojos como si la luz de la sala me lastimara