La Historia que Nunca Tuvimos

LA NOCHE QUE VENCIMOS EL TIEMPO

No me dijo a dónde íbamos.

Otra vez.

Solo me pidió que me pusiera el vestido azul —uno que me regaló hace un año— y que me dejara llevar.

No pregunté, porque algo en su mirada me decía que esta vez era diferente.

Por fin me habían dado de alta, aunque todavía no podía hacer cosas extremas, ya podía salir de casa.

Manejamos un rato, en silencio, con la ventana entreabierta y su mano sosteniendo la mía sobre la palanca de velocidades.

El viento me acariciaba el rostro y su perfume, ese que ya sentía mío, llenaba el auto como un abrazo constante.

—¿Te acuerdas de ese aniversario que nunca pudimos tener? —preguntó con voz suave.

—¿Cómo olvidarlo? Aun tengo secuelas de eso

—Hoy quiero regalártelo. Aunque sea un año tarde.

Mi corazón se hizo un nudo dulce.

Llegamos a una pequeña casa frente al mar, no era lujosa, era rústica, de madera clara, con faroles colgando en la entrada y cortinas blancas que bailaban con la brisa.

Pero lo más hermoso estaba adentro.

En el centro de la sala había una mesa puesta para dos, con velas encendidas, una lasaña humeante y una botellita de vino tinto.

—Es el mismo menú que tenía planeado ese día —dijo, sonriendo—. Solo que esta vez no habrá accidentes. Lo prometo.

—¿Y si sí?

—Entonces que sea cayendo juntos. Como siempre.

Comimos riendo, con la música bajita sonando desde un celular escondido entre los cojines del sillón. No había formalidades, ni palabras rebuscadas.

Solo él.
Solo yo.
Solo este pequeño instante de eternidad fingida.

Después, sin pedir permiso al tiempo ni al miedo, nos recostamos en una cama con sábanas blancas y un ventanal abierto al sonido de las olas.

Había algo en la forma en que David me miraba esa día… una mezcla de ternura y fuego. Me dejé mirar, me dejé sentir.

Cuando sus dedos rozaron mi mejilla, algo dentro de mí se encendió. No fue solo el corazón… fue el cuerpo. El mío. Ese que tantas veces había aprendido a esconder, ese que ahora temblaba por el suyo.

Me gustaba cómo decía mi nombre, me gustaba la curva de su sonrisa, el calor de sus manos, el susurro de su respiración rozándome el cuello. Me gustaba imaginar lo que vendría después. Y no me daba miedo. Porque con él…el deseo no se sentía como un abismo, se sentía como una casa, una en la que quería quedarme.

Me acarició como si no quisiera romperme, y me besó como si cada beso pudiera protegerme del mundo.

—No tienes que hacerlo si no estás lista —susurró.

—Lo estoy —respondí.

Y lo estaba.

Él me besó de nuevo, más despacio. Más profundo. Esta vez, nuestras manos ya no eran tímidas. Buscaban. Aprendían. Se entrelazaban con torpeza, con ternura. El tiempo se volvió borroso. Todo se volvió piel y miradas y sonrisas nerviosas.

Mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos.

Me ayudó a quitarme el vestido con cuidado, como si desdoblara una promesa. Yo le desabotoné la camisa, sintiendo cada centímetro de su piel como si fuera sagrado.

No había apuro.

Solo amor.

Nos reímos bajito cuando nuestras narices chocaron. Nos abrazamos cuando los nervios quisieron entrar. Y nos miramos todo el tiempo. Siempre. Como si quisiéramos memorizar el momento para siempre.

Fue suave. Fue torpe. Fue hermoso.

Él me acariciaba el cabello, besándome la frente entre susurros.

—Eres hermosa, Natalia.

—Tú también —dije, y nos reímos, porque sonó raro. Pero era verdad. Él era hermoso, por dentro y por fuera.

Sus labios descendían por mi cuello como si supieran exactamente dónde besar para que mi respiración se quebrara. Cada caricia suya tenía intención, como si me estuviera aprendiendo de memoria, como si tuviera miedo de olvidarme. Y yo lo dejé.
No con timidez, sino con deseo, un deseo nuevo, que me encendía desde adentro.

Mis dedos exploraban su espalda, su cabello, la línea de su mandíbula. Lo sentía mío, completamente mío. Y al mismo tiempo…me sentía suya.
Con esa urgencia dulce que tienen los que se han esperado mucho tiempo.
Descubrí que el amor también podía tener forma de piel caliente contra la mía, de respiraciones entrecortadas, de murmullos que no necesitan traducción.

Nuestros cuerpos comenzaron a hablar un idioma nuevo, uno que no se aprendía en los libros. Uno que se escribía entre sábanas, suspiros y miradas que decían no te vayas nunca.

Cuando por fin fuimos uno, no sentí vértigo. Sentí pertenencia.

Y en medio de esa unión lenta, profunda y real, descubrí que el amor no siempre es suave.
A veces… también arde. Y esa noche, lo dejamos arder.

Nos cubrimos con las sábanas después, y me quedé recostada sobre su pecho, escuchando su corazón. Quise quedarme así para siempre. Que nadie nos tocara. Que el mundo se olvidara de nosotros.

—¿Estás bien? —preguntó con voz suave.

—Estoy feliz —respondí.

Y no mentía.

Por primera vez, en mucho tiempo, me sentí segura. Amada. Cuidada. Entendida.

Y más que eso: me sentí libre.

Porque no había sombra en su voz ni prisa en sus manos. Solo amor. Del real. Del que calma.

No hubo luces apagadas ni escondidas. Hubo miradas que se sostenían. Respiraciones entrecortadas, suspiros al oído, verdades dichas con la piel. Y la certeza de que esa entrega no era un salto al vacío…sino un paso hacia el hogar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.