—¿A dónde vamos? —pregunté por quinta vez mientras David me guiaba por una calle que no recordaba.
Él solo sonrió. No respondió.
Tenía esa manera tan suya de tomar mi mano sin hacer ruido, de mirarme como si el solo hecho de tenerme al lado fuera su definición de felicidad.
—¿Estamos cerca? —insistí.
—Cierra los ojos —dijo.
—¿Qué? No, me voy a tropezar.
—Confía en mí.
Suspiré. Pero lo hice.
Sentí el sol tibio en el rostro, el olor a tierra húmeda, el crujido de hojas secas bajo mis pasos. Caminamos un par de minutos, con él guiando mis hombros con delicadeza.
—Ya puedes mirar —susurró.
Abrí los ojos.
Era un invernadero abandonado. Pero dentro… todo estaba vivo.
Plantas que crecían enredadas en las paredes de cristal. Flores de colores imposibles. Girasoles altos como árboles. Y justo al centro, una manta extendida sobre el pasto, dos tazas de té humeante, un libro abierto y mi nombre escrito con pétalos sobre una libreta.
Me quedé sin palabras.
—¿Qué es esto?
—Nuestro lugar —dijo, con esa voz suya que me hacía temblar por dentro—. Lo encontré hace semanas. Y pensé… si te despertabas, merecías magia.
Me senté lentamente. Era real. Todo era real. El olor, la luz filtrada por los cristales rotos, el calor de su mano.
Él se acostó a mi lado, mirando el techo del invernadero.
—¿Sabes qué pensé cuando te vi por primera vez? —preguntó.
—¿Qué?
—Que eras ruido en un mundo demasiado callado. Y me gustó el ruido que hacías, incluso cuando no hablabas.
Sonreí.
—¿Y tú sabes qué pensé yo?
—Dime.
—Que estabas loco por invitarme a salir sin decirme tu nombre.
Rió.
—Tal vez sí lo estoy.
Se volvió hacia mí. Me miró como si quisiera memorizarme los detalles.
—Si solo tuviera este momento… me bastaría.
—¿Por qué dices eso?
—Porque a veces siento que el mundo se va a acabar mañana, y quiero que se acabe contigo al lado.
El silencio cayó sobre nosotros como una manta suave. No incomodaba. Solo nos envolvía.
—David… —susurré, con la voz quebrándose—. No me dejes.
Él me tomó de la mano con más fuerza.
—Nunca lo haré. Alzó la mano que tenía el anillo y sonrió mientras lo señalaba
Y entonces, nos besamos.
Fue un beso lento. Cálido. Lleno de todo lo que no habíamos dicho y de todo lo que sabíamos sin decirlo. Su mano en mi nuca. Mis dedos en su cuello. Como si el mundo entero se hubiera reducido a eso: a dos personas que se encontraron, por fin, en el mismo latido.
Cuando nos separamos, él apoyó su frente sobre la mía.
—¿Sabes por qué vine por ti esta mañana?
—¿Por qué?
—Porque si hoy fuera el último día de mi vida… solo querría pasarlo contigo.
No respondí, solo lo abracé. Con la fuerza de quien ha perdido todo antes y la esperanza de quien todavía cree en el amor eterno.
Seguíamos tendidos sobre la manta, el invernadero respirando a nuestro alrededor. La luz se colaba entre los cristales como si el sol también quisiera formar parte del momento.
David no dejaba de mirarme. Esa mirada que lo decía todo sin usar palabras.
De pronto, se incorporó. Metió la mano en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó algo envuelto en papel de seda blanco.
—Ten —dijo, tendiéndomelo.
—¿Qué es?
—Ábrelo.
Lo hice con cuidado. Dentro, había un pequeño colgante. Un dije circular de plata, envejecido, del tamaño de una moneda. En el centro, un grabado sencillo: una luna creciente y una estrella.
—Es hermoso —dije, con los ojos brillando.
—Es antiguo —dijo, bajando la voz—. Ha pasado por muchas manos. La encontré hace años en un mercadito de cosas viejas. El señor que me la vendió dijo algo extraño.
—¿Qué?
—Me dijo que era un “recordador de promesas”. Que quien lo portaba, podía encontrar a quien había perdido… aunque no recordara cómo.
Me estremecí.
—¿Crees en eso?
David sonrió. Se acercó a mí, tomó la cadenita con suavidad y me la colocó alrededor del cuello.
—No sé si creo. Pero quiero que si alguna vez te pierdes de nuevo… esto te ayude a encontrarme.
—¿Y si soy yo quien te pierde?
—Entonces yo lo recordaré por los dos.
Nos quedamos en silencio. Apreté el dije con los dedos. Se sentía tibio, como si hubiera estado esperándome desde antes.
—Gracias —susurré—. Lo guardaré siempre.
—No —me corrigió—. No lo guardes.
Me miró a los ojos.
—Llévalo puesto. Sobre el corazón.
Esa tarde, cuando volvimos a casa, David me acompañó hasta la puerta y me besó la frente.
—Te amo —dijo.
—Y yo a ti.
—Hasta la última estrella.
—Y de regreso.
Vi su silueta alejarse por la calle, con el sol del atardecer recortando su figura. Sabía que me iba a doler. Tal vez no hoy. Tal vez no mañana. Pero algún día.
Porque el amor así… no se va sin dejar una herida.
Esa noche, dormí con el dije entre mis dedos y soñé que corría por un campo blanco con estrellas en la piel y el cielo dentro del pecho.
Y al fondo… él me esperaba.