—¿Estás segura de que quieres ir? —me preguntó mientras abría la puerta del auto.
—Siempre he querido conocer tu casa. Me has llevado a tantos lugares, menos a ese.
David dudó unos segundos antes de responder.
—Está bien. Pero prométeme que no te vas a dejar llevar por lo que veas.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
Él suspiró.
—Porque las apariencias, Nati… engañan más de lo que salvan.
La entrada de su casa era enorme. Rejas eléctricas, un jardín simétrico, árboles podados con obsesión, la fachada blanca parecía sacada de una revista.
Nada fuera de lugar.
Nada… vivo.
Adentro, el aire era frío. Literalmente. El mármol bajo mis zapatos hacía eco con cada paso, había obras de arte colgadas en las paredes, luces tenues, y muebles lujosos que parecían no haber sido usados jamás.
Todo estaba impecable. Todo estaba perfectamente decorado.
Y, sin embargo, era como caminar por un museo.
—No hay nadie —murmuré, extrañada.
—No suele haber —dijo, encogiéndose de hombros.
Subimos unas escaleras curvas hasta llegar a una puerta al final del pasillo.
David la abrió.
Y, por primera vez, vi su habitación.
—
Era diferente al resto de la casa. Las paredes estaban llenas de fotografías que él mismo había tomado: atardeceres, calles vacías, mi risa en la cafetería, yo leyendo en clase. Había una repisa llena de libros abiertos, marcados con notas escritas a mano, un reproductor de vinilos sonaba en bajo volumen. En la esquina, una cámara colgaba del respaldo de una silla.
Era como si todo lo que él era… estuviera encerrado ahí.
—Aquí sí vive alguien —dije sonriendo, aliviada.
David no sonrió.
Se sentó en la cama y bajó la mirada.
—Cuando era niño, solía pensar que tenía todo, casa grande, juguetes caros, viajes, ropa nueva. Y luego empecé a entender que eso no era lo importante.
—¿Qué te faltaba?
—Ellos. Mis papás. Siempre han estado… y no. Están para las fotos, para las cenas importantes, para los discursos en las fiestas escolares, pero nunca cuando realmente los necesito.
Me senté junto a él. Su voz era un hilo delgado.
—Las veces que me enfermé, me cuidó la señora que limpia, las veces que lloré, lloré solo. Las veces que gané algo, lo supieron semanas después. Aprendí a no esperar, a no necesitar.
—David…
—Hasta que llegaste tú.
Lo miré. Sus ojos estaban cristalinos, pero no dejaban caer una sola lágrima.
—Tú fuiste lo primero que no tuve que comprar para sentirme completo. Fuiste la primera persona que me escuchó de verdad, sin que yo tuviera que hablar fuerte. Tú… eres mi única casa.
Y ahí, en esa habitación con olor a vainilla, a libros y a vacío… yo entendí que no era yo la que necesitaba ser rescatada.
Él también estaba roto,solo que sabía disimular mejor.
—
Lo abracé. No como se abraza a un novio, lo abracé como se abraza a un niño que tuvo que crecer antes de tiempo.
—No estás solo, David.
Sus brazos me rodearon con desesperación. Y su voz, apenas un susurro, dijo:
—Gracias por ser mi luz… cuando todo lo demás dejó de brillar.
Mientras David bajaba a buscar algo en la cocina, me quedé sola en su cuarto por unos minutos. Miraba todo con atención como si intentara memorizar cada detalle del lugar, de repente sentí un aire frío a mi izquierda y al girar pude notar en la esquina del escritorio un girasol seco, conservado dentro de un frasco de vidrio.
Me acerqué sin pensarlo. Apenas lo vi, algo dentro de mí se removió.
No era el tipo de flor que David solía regalar. Él siempre había sido más de pequeños ramos silvestres, de pétalos desordenados como él.
Pero ese girasol... me hizo doler la cabeza.
Una punzada. Leve, pero lo suficientemente real para que me llevara la mano a la sien. Y entonces, por un instante, lo vi.
David. Parado frente a mí. No el de ahora, sino otro. Vestía de manera distinta, como si estuviera en otra época. Y sostenía un girasol. Sonreía, como un vendedor ambulante, y me lo ofrecía con una reverencia juguetona.
—"Para la chica que parece buscar el sol, incluso en los días nublados" —me decía.
La imagen se esfumó tan rápido como llegó.
Parpadeé, confundida. Mi corazón latía con fuerza.
Cuando David regresó, aún sostenía el frasco con el girasol entre las manos.
—¿De dónde salió esto? —pregunté, tratando de sonar casual.
Él la miró, luego a mí.
—No lo sé bien. Siempre ha estado por aquí. ¿Por qué?
Negué con la cabeza.
—No sé… me pareció… familiar.
David me miró más tiempo del necesario. Parecía feliz, como si también lo supiera.
Como si también lo recordara.
El momento se sostuvo unos segundos más, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración. Entonces, el celular de David vibró sobre el escritorio. Él lo miró y dudó en contestar.
—Es Dany —murmuró.
Deslizó el dedo para responder y se alejó un paso, de espaldas a mí.
—¿Hola?
Un segundo de silencio. Luego, la voz de Daniela, clara y urgente, se filtró por el auricular:
—Tenemos un problema.
David no dijo nada. Solo apretó los labios, como si ya supiera lo que venía, y yo, sin entender por qué, sentí un escalofrío en la espalda.
La noche había caído sobre la ciudad.
Yo dormía tranquila en mi casa, abrazada a la manta azul marino que David había dejado cuidadosamente doblada a mis pies.