Cuando el coche apareció, no pensé en mí. Pensé en ella.
Giré el manubrio, apreté los frenos, grité su nombre. Y el mundo se volvió un rugido de metal y luz blanca.
El golpe me lanzó varios metros. Caí de espaldas, y el casco se rompió al estrellarse contra la banqueta. Lo último que vi fue su cuerpo inmóvil unos metros delante.
Y luego… silencio.
Desperté en el hospital. O eso creí. No había dolor. No sentía el cuerpo. Solo escuchaba las voces. Lejanas, como si estuvieran detrás de un vidrio grueso.
—Trauma torácico severo.
—Fallo respiratorio.
—Pulso intermitente.
—¡Necesitamos desfibrilador ya!
Quise gritar que estaba bien. Que tenía que ver a Natalia. Pero nadie me escuchaba. No podía hablar, no podía moverme. Solo mirar desde afuera, como si ya no perteneciera.
Vi a mis padres llegar dos horas después.
Mi madre, impecable como siempre. Mi padre, con el teléfono aún en la mano. Ambos con la cara paralizada. Como si no entendieran la palabra “urgencias”.
La doctora los llevó a una sala aparte. Lo supe porque la enfermera que la acompañaba llevaba una carpeta con mi nombre.
Cuando salieron… mi mamá ya no era de mármol. Gritaba. Lloraba. Mi padre rompió su reloj contra la pared.
Y yo, desde el pasillo… los miraba.
Y ahí supe.
Estaba muerto.
—
No fue inmediato, no fue una luz brillante ni un túnel. Fue un darse cuenta. Un “algo no encaja”. Un “¿por qué nadie me ve?”
Vi mi cuerpo en la sala de emergencias cubierto con una sábana. Un médico que apagaba el monitor. Un reloj que marcaba las 10:14 a. m.
Hora de muerte.
David González.
19 años.
—
El alma no se va al cielo de inmediato. A veces… se queda un poco. Yo me quedé. Y unas horas después, la vi a ella. A Natalia.
Llegaba inconsciente, la cara ensangrentada, la respiración errática. Y entonces, todo en mí gritó.
—¡No! ¡No! ¡No te la lleves! ¡Era yo! ¡Yo debía morir, no ella!
Quise correr hacia su camilla. Quise meterme en su pecho y reiniciar su corazón con el mío. Pero ya no podía tocarla, solo mirar, solo llorar. Solo sentir que el mundo acababa… y seguía.
—
Dany fue la siguiente. La vi correr por el pasillo. Con los ojos desorbitados y el corazón en la garganta. Y cuando me vio, se detuvo. Me vio. Ella sí me vio.
—David… —susurró, con la voz hecha cenizas—. No puede ser.
—Ayúdame —le dije. No sabía cómo. Solo sabía que tenía que hacerlo.
Ella se acercó. Con miedo. Con dolor. Y en ese momento… hicimos un pacto.
Si sobrevive,no le diremos a Natalia. No aún. Le daremos tiempo, nos daremos la oportunidad. Una más. Solo una para que despierte. Para que viva. Y después… me iré.
—
No sé qué soy ahora, no sé qué nombre tiene esto. Solo sé que yo ya no existo.
Pero mientras ella respire…
mientras ella sonría… yo me quedaré.
Aunque me duela, aunque la vea olvidar, aunque pase mucho tiempo antes de volverla a encontrar. Aunque… en esta vida, ella tenga que hacerlo sin mí.