La habitación flotaba en el vacío. Paredes y techo habían sido arrancados, dejando solo una puerta en tono burlesco. Sobre ella, el cielo tenía el color de la miel quemada: espeso, brillante, tembloroso. Nubes que no eran nubes se deslizaban como párpados cerrados a medio abrir. A lo lejos, se oían zumbidos. No de insectos, sino de pensamientos atrapados entre capas de aire viscoso.
La gravedad se comportaba con descuido. Algunas cosas flotaban; otras se aferraban al suelo con desesperación. Bajo sus pies descalzos, el piso crujía como azúcar caramelizada. No se rompía, pero cada paso dejaba una cicatriz.
Al cruzar la puerta, no encontró el pasillo que debía continuar. En su lugar, se abría un salón amplio y curvado, más parecido a un órgano interno que a una sala de fiestas. Y, sin embargo, una celebración parecía haber tenido lugar —o quizás aún continuaba—. Platos a medio terminar, copas volcadas, restos de pastel con dedos clavados en el glaseado. Lo único que permanecía de pie eran las figuras humanas, congeladas a mitad del banquete.
Algunas reían con mandíbulas abiertas más de lo que el hueso permite. Otras bailaban con torsos torcidos en ángulos imposibles. Todas estaban inmóviles. Todas miraban hacia un punto invisible en el dulce cielo.
Caminó entre las estatuas sin prestarles atención. Su túnica blanca rozaba el suelo, goteando un líquido oscuro, como si absorbiera las manchas del lugar. No había música, pero sus oídos percibían una melodía muda y nostálgica.
En el centro del salón, una fuente liberaba lo que parecía sangre. Sobre ella flotaban espejos —no de vidrio, sino de agua suspendida—, quietos en el aire como heridas abiertas en el tiempo.
Se detuvo frente a ellos.
En el primero, un templo devorado por raíces negras. En su altar, un santo sin rostro se ofrecía en silencio. La congregación, de rodillas, rezaba con las lenguas afuera, mordiendo flores marchitas hasta sangrar.
En el segundo, una niña sin rostro abría la boca para gritar, pero en lugar de voz, salían abejas. Zumbaban furiosas. Su piel se deshacía en pétalos mientras el enjambre emergía.
En el tercero, se vio a sí misma. O a lo que parecía ser ella: una figura vacía, con su cuerpo, su rostro, sus gestos. Estaba en una plaza. A su lado, una madre ofrecía a su hijo con manos temblorosas. La figura extendía los brazos para bendecirlos. El niño lloraba. Ella también. Pero ninguna lágrima tocaba el suelo.
—Guau —dijo una voz cercana, con tono de asombro—. Eso es… muy esencial, si me lo preguntas.
Ella no se sobresaltó. Ya estaba acostumbrada al comportamiento teatral de su hermano. Giró la cabeza.
—¿Otra vez te colaste en mis sueños? —murmuró, resignada.
Desde la sombra de un pilar deformado emergía una figura ambigua: primero un niño, luego un insecto, luego ambos. Sus ojos eran muchos, o uno solo multiplicado. Caminaba sin tocar el suelo, su forma se deshacía mientras hablaba. Al final, un escarabajo diminuto quedó frente a ella.
—¿Y quién más soñaría contigo? —dijo, mientras ella lo recogía con la mano—. Además, no tendría que colarme si me invitaras.
—Te invito a irte. ¿Sirve eso?
—Tu hospitalidad… tan cálida como un campo de espinas.
Ella suspiró.
—¿Vas a volar alrededor de mí o dirás por qué viniste?
—Siempre tan eficiente —se burló—. ¡Qué aburrida te has vuelto! Y además… no creo que tenga alas.
Ella lo miró en silencio.
—¿Y tú? ¿Sigues disfrazándote de niño para que te subestimen?
—Me gusta la decepción en los ojos adultos. —Sonrió—. Las puertas abren con un poco de ternura… y algo de mugre.
—La ternura es tu disfraz. La mugre eres tú.
—Me ofendiste, Beta. Me ofendiste regacho.
El escarabajo saltó de su palma. En el aire, su cuerpo se torció y adoptó la forma de un niño completo, con sonrisa demasiado grande.
—Floraria —dijo. El nombre cayó como un cuchillo en el aire inmóvil, abriendo una grieta invisible en la escena.
Ella arqueó una ceja.
—¿Tan pronto?
—Muy tarde. Ese sitio huele a grieta vieja. Como vino mal sellado: aún no se derrama, pero ya pudre todo a su alrededor.
—Creí que lo habíamos descartado.
—Nada se descarta. Algunas cosas… esperan. Y esta ya empezó a soñar.
La fuente palpitó. Las estatuas siguieron inmóviles, pero sus ojos parecieron girarse, silenciosos.
—¿Qué encontraré?
Él la miró con aire de quien ya sabe la respuesta.
—Un olvido… o una promesa rota. Una ciudad que no sabe que está muerta. Y tú escribirás su epitafio.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Y si me niego?
Él rió. No fue una risa: fue un temblor que sacudió el salón. Las figuras danzaron un instante, derramando vino oscuro.
—Oh, querida… si pudieras negarte, no estarías soñando conmigo. Vas porque el suelo ya cede. Porque también oíste la música. Y porque sabes que ahí… debes estar.
Las luces parpadearon. El aire se espesó.
—Además… aún me debes por lo de Agramonte.
Ella no respondió. Observó la fuente, luego su reflejo en un espejo: servía té a alguien sin rostro.
—Debo tantas cosas —susurró.
Y entonces el sueño se deshizo. Pero antes de partir, la voz del niño la alcanzó como un eco:
—No olvides mirar abajo. A veces, las raíces gritan más fuerte que las hojas.
El salón se quebró. No con estruendo, sino con la dignidad melancólica de algo que ha esperado demasiado para caer.
Despertó con la boca seca. El eco de la risa aún flotaba en su pecho, no en el aire del carruaje, sino en esa parte interior donde los sueños dejan su huella. Las imágenes viscosas se deshacían con lentitud, aún confundidas con la realidad.
El interior del vehículo era estrecho, elegante, silencioso. Se deslizaba sin fricción, levitando apenas sobre el suelo. No había ruido de ruedas, ni cascos, ni riendas. Solo un zumbido tenue que parecía surgir del propio aire.
Se incorporó con calma. El acolchado gris de los asientos aún conservaba su calor. Una lámpara suspendida titilaba perezosa sobre su cabeza, proyectando sombras suaves en las paredes de madera pulida. A su lado, descansaba un libro sin abrir. No recordaba haberlo traído. Tampoco le sorprendía.
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Editado: 05.07.2025