La ilusión de la derrota (completa)

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Aún no encontraba el valor necesario para montar guardia frente al edificio del sujeto –había decidido bautizarlo así, el sujeto de la foto, de ese modo se evitaba llamarlo el marido de Marta, porque Marta ya no tenía marido, era cuestión de tiempo, de fotos, de sus fotos, para que ella lo dejara—. Una y otra vez repetía la dirección del departamento, como si así pudiera acercarse al lugar sin abandonar el sillón donde estaba sentado. Para este tipo de trabajo, se dijo ahora que calculaba que iba a estar dentro del auto horas enteras, esperando que el sujeto de la foto saliera para poder seguirlo y hacer las fotos que lo incriminaran, una petaca llena de whisky sería de mucha utilidad. Todo era una invitación a beber: la penumbra del cuarto, el silencio, las luces allá abajo en la avenida, que el mundo entero quedara tan lejos. Pero si lo hacía, si lograba ocultar la botella en un cajón del escritorio o él mismo se ocultaba de la botella en la oscuridad del baño, terminaría otra vez tumbado en la cama, vestido, con el sol de la mañana en los ojos hinchados y la promesa de un último trago después de un único trago que siempre resultaba ser un cuarto de botella en el estómago. La tentación de beber siempre resultaba ser apenas un poco más fuerte que su propia voluntad, pero era suficiente para que le ganara la batalla. Cuando el whisky no alcanzaba a calmarlo, comía figuritas. Había algo en la tinta con que las imprimían, o en el adhesivo que tenían detrás, el papel se deshacía en la boca. Tenían un gusto amargo, olían horrible, y esas dos cosas le recordaban a su infancia.

 

Había decidido cruzar hacia la pizzería de enfrente, y al entrar sintió una puntada en el estómago. Como de costumbre, estiraba el almuerzo hasta media tarde, hasta la noche la veces que aguantaba, y de ese modo se ahorraba algunos pesos, que luego podría gastar en otra cosa, por ejemplo en balas, en un repuesto para la cámara de fotos, o mejor dicho en alcohol. Ahora que había caído la noche, que había pasado todo el día sin comer, levantó la mirada hacia el cartel del local y calculó que por el precio de dos porciones de muzzarella podían comprarse tres de fugazza. Tres porciones de fugazza. ¿Para tomar? Un vaso de agua. ¿Cúanto es? Al cabo de unos minutos se acercó a la barra que daba a la avenida, con las porciones en un platito de metal. Primer bocado. A través del vidrio que separaba el negocio de la vereda, Pereyra vio las fachadas de los edificios de enfrente y la puerta de su propio edificio. Segundo bocado. Los carriles separados por líneas blancas, un colectivo y los charcos de agua junto al cordón de la vereda. Tercer bocado. El reflejo de neón de los carteles de la pizzería. Momentos después –las porciones se terminaban rápido, debía masticar más despacio, disfrutar la comida, hacerla durar— estuvo tentado de bajar la comida con los restos de cerveza abandonados en una mesa cercana. Había pasado los últimos dos días dando vueltas en la calle, y no podía evitar pensar en el caso, en Marta. Como de costumbre, llegaba a su despacho alrededor de las dos o tres de la mañana –no estaba seguro de la hora, necesitaba un reloj—, bajaba la cama que se empotraba en una falsa biblioteca y se acostaba a dormir; pero el método ya no funcionaba, a los pocos minutos despertaba y miraba el techo, pensaba en Marta, en el sujeto de la foto, y volvía a cerrar a los ojos para volver a dormir, pero era inútil, no lograba nunca relajarse, y para colmo sabía que la botella estaba ahí. Por algo la dejaba ahí, en el suelo junto a la cama, donde sólo bastaba con estirar un poco el brazo para tomarla por el cuello, delicado cuello de vidrio por donde el whisky fluía: botella-garganta: un trago era poco. Dos eran mucho. Tres volvían a ser poco. Un último trago que nunca resultaba ser el último. Pereyra observó la avenida, estaba por levantarse y cruzar la calle, cuando vio ese auto que le llamó la atención; el hombre que manejaba se asomó por la ventanilla, miraba hacia la puerta de su edificio, se fijaba en la numeración de la calle, contaba las ventanas, al parecer contaba los pisos hasta su despacho. Una mano de mozo lo sorprendió al retirar el platito de metal de su mesa.

-¿Algo más?

Pereyra negó con la cabeza. Se preguntó cuándo volvería a ver a Marta, y supo que no debía pasar tanto tiempo en la calle, yendo de un lado a otro sin tener lugar a donde ir; eso podía levantar sospechas, y en esos tiempos había que cuidarse. Se había puesto nervioso, ahora necesitaba un trago. No supo cuándo salió de la pizzería, o si había tenido la precaución de mirar antes de cruzar la calle, de repente entraba al ascensor y cerraba rápidamente la puerta, presionaba varias veces el botón del sexto piso, corría por el palier y abría la puerta de su despacho, apurando el encuentro con el whisky: cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y se aferró con fuerza al escritorio hasta que el temblor en el cuerpo se apagó de a poco; recuperó el equilibrio, y minutos después, por la ventana, sólo había luces rojas a toda velocidad. Se sentía mejor, pero antes de quedarse dormido –puta madre, no hay respeto— descubrió las marcas que su secretaria había hecho en la botella para ver cuánto bebía de noche.

Cuando volvió a despertarse, todo a su alrededor estaba oscuro y en silencio. Su cuerpo se hundía húmedo y pesado en el colchón. Al cabo de unos segundos reconoció el marco de la puerta, el contorno de las sillas y del escritorio, la luz de la calle sobre la pared frente a la ventana. Se dio cuenta que había dormido toda la tarde, ahora ya era de noche. Entró al baño, se quitó la ropa y abrió la ducha; el vapor comenzó a empañar el espejo del botiquín y los azulejos blancos que cubrían hasta metro y medio de pared, y lo sorprendió todavía tener agua caliente, que no le hubieran cortado el suministro de gas era un milagro, tal vez Susana tenía que ver algo con eso. Hacia el techo una pintura amarillenta se descascaraba en los rincones, pero no había presupuesto para arreglos ni para nada. Tal vez debería ocuparme de pintar este baño, se dijo Pereyra. No era mala idea, pero sabía que no lo iba a hacer. Permaneció unos segundos bajo la ducha, el agua lo ayudaba a despertarse, se lavó la cabeza y, como no encontraba el jabón –o no tenía— aprovechó la espuma del shampoo para enjabonarse el resto del cuerpo.




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