La ilusión de la derrota (completa)

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Llegó de memoria, sin mirar el nombre de las calles, estacionó frente al departamento y se acomodó en la butaca. La luz encendida del balcón del sexto piso le hizo pensar en Marta. Sabía que debía esperar, pero pasaron dos horas y solo había visto salir a la calle a una mujer con un perrito blanco que a los pocos minutos regresó con un cigarrillo encendido en la boca. Demás de esa mujer, un patrullero había pasado junto a su Rambler con las sirenas encendidas, y la luz azul proyectada en ráfagas fugaces sobre las fachadas de los edificios habían producido en Pereyra una sensación desagradable que no llegaba todavía a transformarse en pánico. Dos horas para tomar un trago, apenas uno, un único trago de whisky y nada más no ayudaban para estar ahí de guardia tanto tiempo. Se quitó los zapatos, apoyó los pies en el asiento del acompañante y bajó la ventanilla de su lado. Miró el reloj ¿Por qué montaba guardia de noche? El sujeto de la foto podría encontrarse con su amante durante el día, por ejemplo a la hora del almuerzo, dejar el trabajo para ir a un albergue transitorio y una hora más tarde regresar a la oficina sin haber levantado sospechas. ¿A qué se dedicaba el sujeto de la foto? Pereyra pensó en que necesitaba un nuevo trago –un premio por la intuición de detective— y buscó con la mirada la botella de whisky en la penumbra del piso del auto. Una pareja pasó junto a su Rambler, Pereyra ocultó la botella debajo de la ventanilla, y como la mujer lo miraba, pero el olor del whisky llegaba no sólo a su nariz sino también a su boca, a la boca abierta que esperaba que la mujer dejara de mirarlo, se hundió en el asiento y como pudo arqueó el cuello para tomar el trago que se derramó un poco por la comisura de los labios. Se limpió la cara con los dedos, se llevó los dedos a la boca, dijo me cago en la gente que se mete en lo que no le importa, y a la vista de la pareja volvió a tomar.

Minutos después, cuando ya no había nadie en la calle, se puso los zapatos, y porque se aburría y porque el whisky le había dado un coraje repentino que debía aprovechar, caminó hacia el Falcón del sujeto de la foto estacionado a mitad de cuadra. De pronto un hombre cerró la puerta de calle del edificio que debía vigilar. Pereyra tanteó los bolsillos en busca de su Colt, pero se la había olvidado en la guantera. El hombre –al verlo mejor Pereyra supo que no era el sujeto de la foto— alzó la mano para llamar a un taxi. Pereyra se acercó al Falcon con la esperanza de encontrar en su interior alguna prenda de mujer, un elemento personal –cualquier cosa— y obtener así una conclusión, inventar alguna historia, tener algo para contar en el próximo encuentro con Marta. Se acercó al auto desde atrás, pero lo único que llegó a ver fue una mano dentro de un guante negro apoyada sobre el volante. Pereyra no supo qué hacer. ¿Desde cúando el sujeto estaba dentro su auto? Ahora no podía detenerse y tampoco podía volver a su Rambler. Siguió caminando, giró la cabeza y en el reflejo del vidrio de una puerta de edificio comprobó que la mano pertenecía al sujeto de la foto. Las luces del Falcon se encendieron. Luego el motor. Pereyra avanzó unos pasos más, intentó disimular. Se sintió ridículo, y torpe. Y también cobarde. Ahora el Falcon del sujeto de la foto comenzó avanzar muy lentamente en la misma dirección que Pereyra, se le acercaba, lo seguía, a paso de hombre, a unos metros detrás suyo, y al fin aceleraba de repente para detenerse más adelante, en la esquina. Esta era su oportunidad para dar media vuelta y volver a su Rambler, tomar el arma y quitarle el seguro, hacer un disparo al aire por las dudas, si es que el sujeto se bajaba del auto, un disparo de advertencia antes de apuntar al cuerpo, si es que el cuerpo del sujeto se acercaba. Pero antes debía ser capáz de reaccionar. Cuando logró regresar a su Rambler, meter la mano en los bolsillos en busca de las llaves, abrir la puerta y tomar un trago, cuando logró encender el motor, un fogonazo debajo del tablero dejó el auto sin electricidad. Puta madre, dijo Pereyra, los fusibles. Buscó en la guantera debajo del arma, pero sabía bien que no tenía un fusible de repuesto. El Falcon avanzó, cruzó la esquina, pero se detuvo tan solo unos metros más adelante. Es como si me estuviera esperando, pensó Pereyra. Esta vez no iba a perderlo de vista. Bajó del auto y buscó una caja de cigarrillos –que encontró cerca de un árbol— de la cual extrajo el aluminio de la cajetilla para utilizarlo de puente en el fusible que había saltado. Lo hizo, y cuando volvió a darle arranque el motor encendió enseguida. Pereyra levantó la vista con la seguridad de que el sujeto ya se había ido, pero de pronto entendió que no era necesario el apuro: el Falcon se había detenido al cruzar la esquina, y ahí esperaba. Pereyra sacó su Colt, y la dejó sobre el asiento del acompañante. Puso primera. Avanzó. Pero de pronto se detuvo también. Había decidido no mover un músculo hasta entender qué sucedía. El viento agitó las luces que colgaban sobre la calle. ¿El sujeto se había dado cuenta de todo? Ahora su cuerpo pedía más alcohol, o más figuritas. Tomó un trago. Tomó dos. Y ya no quiso saber más nada con nada, ni con Marta ni con el caso ni con todo esto de ser detective.

Puso marcha atrás, apretó el acelerador a fondo, dobló en contramano y escapó.

 

Hacía ya varios minutos que Pereyra estaba parado junto al escritorio de recepción de su oficina, todavía aturdido, sin haber podido dormir en toda la noche. Tenía los ojos chiquitos y el pelo desordenado alrededor de las orejas. A pesar de la mugre en la ventana, el sol se las ingeniaba para entrar y proyectar unas láminas brillantes sobre la madera de un gastado tramo de la alfombra del living. Susana había faltado sin aviso. Hoy es viernes, se dijo Pereyra, es posible que llamen: no pensaba en Marta, sino en el restaurante donde de vez en cuando le daban trabajo. Según Pereyra, debía ser el mediodía, pero en realidad ya eran más de las cuatro de la tarde. Giró para ver la puerta de su despacho; ese cuarto no siempre había sido una oficina. Buscó en el bolsillo del saco colgado en el respaldo de la silla, del sobre de figuritas sacó la primera. Era la imagen de Trueno Azul, un luchador gordo vestido con una ridícula maya apretada al cuerpo y una capa detrás. Pereyra abrió la boca y se metió la figurita entera, masticó el papel que comenzó a disolverse y a pegarse en el paladar, sintió la tinta de un sabor duro y amargo, el pegamento dulce y gelatinoso, y los efectos que buscaba no tardaron en llegar. No quiso hacer memoria, pero le fue imposible no pensar en la mesa que había antes en aquel living, donde cenaba todas las noches con su mujer –una mujer como Marta—, las milanesas con puré que podía comer durante semanas y que tanto le gustaban. Tal vez al sujeto de la foto le sucedía algo parecido: después de que ella se hubiera levantado para recoger los platos y él la observara caminar con toda su belleza desperdiciada en los quehaceres de la casa, se sentarán otra vez a la mesa para quedarse allí hasta tarde y conversarán durante un largo rato de cosas sin aparente sentido, como las cosas que suelen conversar los hombres con sus mujeres, aunque en realidad sólo hablará ella, mientras él toma un whisky que de seguro el sujeto de la foto puede comprar sin mayores sacrificios; ella hablará en voz alta, y el parecerá que escucha, y ninguno de los dos podrá saber qué piensa el otro en realidad, qué hay detrás de aquellos ojos que miran pero que están en otra parte; al fin irán al dormitorio, igual a todos los dormitorios –igual a este, se dijo Pereyra, ahora que miraba su despacho y recordaba la forma de los muebles que ya no tenía— y ella se entregará para no contradecirlo como viene haciendo desde hace ya mucho tiempo; pensará en otra cosa, o en alguien más, y minutos después cerrarán los ojos para quedarse dormidos, cada uno en su lado de la cama, en un silencio oscuro que los aleja aún más del otro.




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