La ilusión de la derrota (completa)

5

Pereyra pasó delante de la puerta principal, vio el salón vacío de clientes todavía, las mesas vestidas con sus brillosos manteles de lino blanco, las servilletas de seda enrolladas dentro de las copas simulaban el capullo abierto de una pálida flor. El maitre y dos mozos conversaban apoyados contra la barra de bebidas, en una actitud relajada que abandonarían en cuanto llegara el primer cliente; vestían pantalón y chaleco negro, camisa blanca abotonada hasta el cuello, y uno de ellos, el maitre, se distinguía de sus compañeros porque además llevaba puesto también un moño colorado. A pesar de que trabajaba en aquel restaurant desde hacía algunos años, Pereyra pensó que jamás había atravesado esa puerta doble de vidrio que daba la bienvenida y exhibía discretamente el logotipo de las tarjetas de crédito con las que se podía abonar la cuenta, y como de costumbre avanzó un poco más y dobló por un callejón oscuro donde algunos contenedores de basura despedían un olor nauseabundo que se amplificaba en el aire caliente del verano. Tocó timbre, esperó junto a la puerta de chapa despintada a que le abrieran; era la puerta de proveedores y empleados del restaurant, donde le daban la changa de lavar platos los fines de semana. El salón ocupaba toda la esquina y, según el cartel junto a la caja, tenía capacidad para ciento veinte personas. Alguien le abrió la puerta, Pereyra no pudo ver quién era porque el tipo desapareció de inmediato, caminó por un pasillo sin luces y bajó por una angosta escalera de material al sótano donde estaban los casilleros de los empleados: abrió el que decía Angel P raspado en la chapa, y sacó un delantal con manchas de todos los colores. Se tomó su tiempo hasta que subió al salón, todavía sin clientes a esa hora de la noche, y saludó al cajero acodado sobre el mostrador que ni siquiera le devolvió el saludo. Los otros mozos ahora hablaban entre sí en voz muy baja, mientras que el maitre corría unas cortinas para observar la puerta del restaurante de enfrente. Al entrar a la cocina, Pereyra sintió el calor de los hornos y las hornallas que permanecían encendidas todo el tiempo. Saludó, por orden de jerarquía, primero al maestro de cocina, que sólo se ocupaba de las salsas y de supervisar los platos que salían al salón, luego al parrillero que afilaba una hoja de cuchillo, y después al encargado de las frituras que olía a cinco metros a aceite quemado y a rabas a la provenzal. Al ayudante de cocina le hizo un movimiento de cabeza sin siquiera acercarse, le tenía un poco de miedo porque se decía que había estado preso en un buque carcelero en el mar de China. Tampoco ninguno de ellos le devolvió el saludo. Y por último Pereyra se instaló frente a la bacha, acomodó una pila de platos sucios a un costado de la mesada y comenzó a lavar lo que había quedado del turno del mediodía.

Copas, fuentes y cacerolas que ahora Pereyra dejaba relucientes, o más o menos así, mientras terminaba de repasar una bandeja para mariscos con un tramo de tela de su delantal, y sin que nadie notara que su mirada se perdía unos segundos entre el vapor de las ollas, imaginaba esos vasos que tenía sumergidos en agua jabonosa colmados con vino tinto, algún malbec con varios años de guarda en barricas de roble de origen francés. Y ya que estaba soñaba también con una mesa interminable de platos recién preparados, y en el reflejo curvo de las burbujas del agua turbia donde hundía sus manos, ahora Pereyra veía un pulpo a la gallega listo para salir al salón, y un lomo de bacalao al vapor servido con puré de remolachas y crema, una cazuela de arroz y calamares y langostinos esperaba sobre la mesada junto a una hornalla encendida, y el estruendo que hicieron sus tripas se escuchó hasta las costas de Montevideo. La figura de un mozo lo sorprendió a su lado, traía una bandeja llena de platos sucios para que lavara enseguida. Así que Pereyra lavó, a lo largo de la noche, miles de platos, de copas, de fuentes y cubiertos, y aquneu en realidad no fueron tantos a él le pareció que sí. De vez en cuando repasaba el piso con un trapo sucio, y luego seguía con la tarea de lavó cacerolas, ollas y sartenes. Por miles también. Cada tanto abandonaba su puesto para asomarse al salón, que durante el transcurso de la noche se había llenado de clientes varias veces, hasta que el cajero o el maitre lo veía y le hacía señas para que regresara de inmediato a la cocina. Platos, copas, fuentes y cubiertos. Repasar el piso. El trapo sucio. Y más cacerolas, más ollas, más sartenes. Hundió una cornet en el agua enjabonada y calculó que para sentarse a cenar faltaban alrededor de cinco horas. A veces miraba con cierto deseo algún resto de comida que se tiraba rápidamente al tacho de la basura. No había faltado la oportunidad donde Pereyra abría ese mismo tacho y alcanzaba a tomar alguna pieza todavía tibia. Ahora que bajaba la vista y se veía deforme en el reflejo de metal de una cacerola ya enjabonada, con una copa a medio lavar en la mano y el trapito en la otra, se propuso no pensar en comida por el resto de la noche. Lavar y secar. Apenas eso. No pensar en otra cosa más que en su trabajo, no hacer caso a los sonidos que, como súplicas que provenían de su estómago, vibraban dentro de su cuerpo sin que él supiera si en realidad alguien más sería capaz de oírlas. Pero que platos maravillosos salían rumbo al salón, lleno de colores que prometían los sabores más extraordinarios, cómo no tratar de adivinar qué resto de buen vino escondía el parrillero debajo de la mesada, o qué pescado se asaba en la parrilla, o qué postre terminaban de decorar las manos del Maestro de Cocina. De una cazuela que se demoraba en una mesada de donde los mozos tomaban los platos para llevarlos al salón, Pereyra alcanzó a tomar, con la rapidez de una rata que se juega la vida, dos pequeños camarones, y con la otra mano, aunque se quemara los dedos, un puñado de arroz para acompañar. Y para culminar la diminuta cena que antecedía a la verdadera, tomó, de un Imperial Ruso, un pedacito de merengue que deslizó sobre la crema chantilly. Se metió todo junto en la boca, salado y dulce se mezclaron sin cordura y le nublaron los sentidos, y durante unos segundos se ocultó agachado detrás de su batea para disfrutar su pequeño banquete.




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