La ilusión de la derrota (completa)

7

Marta llevaba un vestido azul, muy corto, ajustado a la cintura, con botones dorados a la altura de los pechos, y una guarda roja sobre el vientre. El pelo recogido dejaba ver el cuello, blanco y largo. Pereyra la observó por unos segundos, y no pudo evitar bajar la vista. Zapatos negros, medias color piel.

-Pase por favor, dijo Pereyra.

Le hubiera gustado decir alguna otra cosa, pero no se le ocurrió nada más. Marta entró a la oficina.

-Pensé que no estaba, dijo Marta con algo de reproche, que había olvidado nuestra cita.

-Por nada del mundo. Como podrá ver, dí órdenes para que nos dejaran solos.

Marta miró el escritorio desocupado de Susana. Pereyra sintió que tenía los dedos húmedos y fríos, y la vio avanzar hacia su despacho. 

-Mi pedido no es un capricho, Pereyra ¿puedo llamarlo así, verdad?

-Con todo placer. Y créame que la entiendo, dijo Pereyra sin saber en realidad qué motivaba a esa mujer para negarse a que alguien la viera entrar a su oficina. Al arrimarle la silla sintió que cada gesto de cortesía era un mérito que nadie podría quitarle. Poco a poco ganaría su confianza, y un día, casi sin darse cuenta, estarían yendo juntos al supermercado, ella pagaría con tarjeta de crédito y él cargaría las bolsas en la cupé taunnus negra que habrían comprado juntos.

-Pereyra ¿me está escuchando?

Pereyra prestó atención. 

-Dígame lo que pudo averiguar.

El hizo una pausa para pensar en lo que iba a decir, pero no tenía nada que informar, o peor aún, lo que podía contarle a la mujer que ahora bajaba la mirada como si anticipara una trágica noticia no consistía en prueba alguna.

-Como usted sabrá, dijo Pereyra, he montando guardia frente a su departamento durante algunas noches. Había comenzado bien, había que seguir así. En una de esas guardias, pude averiguar que su marido, el pasado viernes, para ser más precisos, el viernes por la noche, salió de su casa alrededor de las doce. Todo seguía dentro de lo verosímil, por el momento. Así que tuve la oportunidad de seguirlo y comprobar que…. Hizo una pausa, y al escrutar los ojos de la mujer supo que se metía en un problema del que no podría salir sin hacer trampa. Sintió un vértigo repentino, la necesidad de un largo trago de whisky. Que su marido, ese viernes, por la noche, a eso de la doce, el pasado viernes. Sólo debía apaciguar el relato para darse tiempo a pensar

-Dígamelo de una vez. La voz de Marta sonó enojada, y vulnerable al mismo tiempo.

-¿Está segura de lo que me pide? Pereyra sintió el poder que sienten los que saben que sus mentiras tienen el poder de calar hondo.

-Estoy preparada. Diga lo que sabe, por favor.

-Está bien. Lo seguí, a su marido. Se encontró con una mujer cerca de la avenida Santa Fe y Callao, a media noche. Una mujer rubia, gorda. No, gorda no…rellenita diría yo…de unos... cuarenta años. Bonita podría decirse.

Pronto se arrepintió de elegir Santa Fe y Callao, nadie se encontraría con su amante ahí. Pero Marta parecía creerle. Pereyra miró hacia el mueble del living, donde había ocultado la botella. Cuando ella bajó la vista, él supuso que lloraba. Entonces quiso correr el escritorio y abrir la cama para darle las flores que había ocultado a último momento. Tuvo deseos de abrazarla, de besarla. En la mejilla al menos. O mejor, cerca de los labios.

-Marta, dijo Pereyra al fin. Iba a decir no llore, pero no se atrevió a tanto.

-Quiero verlas…

-¿Ver qué cosas?

-Las fotos, idiota.

Pereyra le perdonó el insulto, dadas las circunstancias. En espacial porque en el fondo estaba un poco de acuerdo con Marta.

-Las tengo conmigo, en un sobre. Pero me experiencia dice que es preferible no hacerlo.

Ella se incorporó y se alejó del escritorio. Comenzó a caminar en círculos.

-Muéstremelas, por favor. Necesito ver quien me robó a mi esposo.

Por la ventana aparecían nubes que a lo lejos hacían pensar en alguna tormenta. Pereyra supo que esta vez había ido demasiado lejos. Apoyó los brazos sobre su escritorio y levantó la vista: si miraba, no hacia las nubes sino hacia el mueble donde se ocultaba su whisky, le parecía que podía ver la forma de la botella detrás de las vetas de la madera, el liquido dorado detrás del vidrio y la etiqueta negra, y se estiraba su mano, no hacia la mano de Marta que ahora dibujaba algo sobre el vidrio de la ventana sino hacia el mueble donde se ocultaba su whisky, le parecía que podía alcanzar la botella, quitar la tapa y llevarse el pico a la boca.

-No las tengo, Marta. Las rompí.

-¿Qué cosa hizo?

Ella dio media vuelta y lo miró enojada.

-Para protegerla, contestó Pereyra. Las rompí por su propio bien. No vale la pena, se lo aseguro.

            Se acercó, pero ella dio unos pasos hacia atrás. Se había soltado el pelo y el rímel corrido por las lágrimas oscurecía sus ojos y le daba un aspecto fantasmal. Es hermosa, pensó Pereyra. Y con cierta sorpresa supo que le gustaba verla así: él le decía que ya no podían seguir juntos y ella se echaba a llorar desconsolada sin saber qué hacer. No más compras en el supermercado juntos, ni cupé taunnus negra. Pereyra la tomó de un brazo y la acercó hacia él. Ahora parecían los personajes de la telenovela que Susana miraba todos los mediodías.

-No lo sé, dijo Pereyra. La miró a los ojos. Pero me parece que usted merece otra cosa.

Ahora sí la escena se parecía a eso que miraba Susana al mediodía. El aroma de los jazmines inundaba el cuarto.

-Quiero protegerla.

-¿De quién?

-De usted misma. 




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