La ilusión de la derrota (completa)

9

Pereyra estacionó su Rambler frente al edificio del sujeto de la foto, en el mismo lugar donde había estacionado noches atrás. No sabía por qué había regresado, o sí sabía. Quedarse en su oficina, solo allí, encerrado entre aquellas paredes que le recordaban otra vida, y a la mujer que lo había abandonado, resultaba insoportable incluso si todavía le quedaba en la botella algo de whisky. Había que salir a la calle, buscar algo que hacer, algún lugar a donde ir, aún con el peligro de andar de noche pegado al cuerpo; cualquier patrullero que apareciera de pronto representaba la posibilidad de que se lo llevaran preso, y más cuando en los bolsillos ocultaba un arma para la cual no tenía ningún permiso. Sin embargo Pereyra sentía que ya formaba parte de la escena, la calle ancha y empedrada, las farolas encendidas en la vereda, su luz dorada a través de la fronda de los árboles, y las sombras tocando el suelo, sobre las baldosas y las piedras de la calle, dibujando con el viento sus formas arabescas, y esas fachadas de esos edificios importantes, con sus escalones de mármol y sus barandas de bronce, y las miradas suspicaces de los porteros del otro lado de los vidrios. Era ahí adónde debía estar, detrás del Falcon del sujeto de la foto, que ahora veía estacionado a escasos metros de donde él había detenido su auto. La oscuridad dentro del pecho se atenuaba, era la sensación de cumplir con su deber, de cumplir con Marta. Entonces cerró los ojos y puso la mente en blanco. No le costó mucho poder hacerlo. Y minutos después volvió a pensar en esa mujer que lo había contratado, ahora imaginaba un próximo encuentro con ella, la posibilidad de un nuevo sobre con dinero. Esta vez todo saldría como lo había planeado, estaba seguro. El ruido de un camión recolector de basura le hizo pegar un salto en el asiento; metió la mano en la sobaquera para buscar su arma, en el apuro los dedos se le enredaron en los pliegues del saco; si realmente hubiese necesitado protegerse para ese entonces ya lo habrían liquidado. A través del parabrisas comprobó que el Falcon seguía en su lugar. Levantó la vista y encontró sus ojos hinchados en el espejo retrovisor. Hacía mucho tiempo que no era capaz de dormir ocho horas seguidas sin despertarse en medio de la noche. La luz del balcón del departamento del sujeto de la foto continuaba encendida, era el séptimo piso. Todo está bien, se dijo Pereyra para tranquilizarse, pero igual buscó debajo del asiento y de inmediato recordó la promesa: la botella no se movería de su despacho: un trago a la mañana, otro al mediodía, dos más a la noche al regresar de la guardia. Eso sería todo.

Algunas horas más tarde, de madrugada ya, Pereyra vio al sujeto salir de su edificio; iba vestido con un sobretodo de cuero negro, sus movimientos eran rápidos, cruzó por el medio de la calle y abrió la puerta de su Falcon. Pereyra encendió el motor y puso primera. Con un pie hundido hasta el fondo del embrague y el otro apenas sobre el acelerador, esperó a que el sujeto subiera a su auto. Se concentró en las luces traseras del Falcon que segundos después llegaron a la esquina, donde por un momento se hicieron más fuertes para luego seguir camino hacia la siguiente bocacalle. Pereyra esperó unos segundos y arrancó. Durante el recorrido siguió al Falcon a unos cien metros de distancia, y cuando el semáforo cambiaba a rojo él disminuía la velocidad y se estacionaba entre los autos junto al cordón, a mitad de cuadra o lo más lejos posible de la esquina, hasta que el semáforo volvía a verde, entonces aceleraba para no perderlo de vista y otra vez buscaba en vano la botella debajo del asiento. Una foto al bajar del auto, pensó. Otra junto a su amante, una más al besarla, y una última foto entrando al hotel. Con eso sería suficiente. Sin embrago Pereyra se dio cuenta de que se alejaban del centro, y minutos después andaban por un barrio humilde, de casas bajas y mal iluminadas; el Falcon disminuyó la velocidad, apagó las luces y dobló por un pasaje angosto y oscuro que nacía cerca de una avenida poco transitada. Pereyra pasó despacio y alcanzó a ver el Falcon entre las sombras, continuó su marcha y estacionó su auto en la avenida. Apagó las luces, pero dejó el motor en marcha con las llaves puestas. Su auto era el único en esa calle. Con la cámara de fotos en la mano caminó hasta el pasaje, que había quedado a unos doscientos metros de donde estaba. Una foto al bajar del auto, pensó. Otra junto a su amante. Una más al besarla. Y una última sobre el capot, donde –créame Marta que es verdad- hacían el amor a los gritos. Finalmente Pereyra se asomó al pasaje: apenas podía verse la figura del sujeto junto al Falcon, las angostas veredas llenas de basura, unas cajas de cartón ¿Qué clase de mujer lo esperaría en un lugar así? Pereyra preparó la cámara y trató de hacer foco, pero la imagen no era más que una mancha oscura en el visor. Imposible conseguir algo que pudiera servir. Había que utilizar el flash. Pero entonces el sujeto se daría cuenta de todo. Alguien apareció detrás del Falcon. No era una mujer. De algún modo Pereyra supo que el sujeto y el hombre se conocían. Otro hombre apareció en escena: rodeó el Falcon y se detuvo; llevaba las manos en los bolsillos y miraba hacia ambos lados del pasaje. Pereyra debió ocultarse y por un momento pensó en huir. El primer hombre abrió un maletín que apoyó sobre sus rodillas y le entregó al sujeto una foto ampliada: los tonos blancos y grises brillaron en la oscuridad. Pereyra pudo darse cuenta desde donde estaba que el sujeto también era detective, o el detective era el primer hombre- el sujeto su cliente- y con la foto revelaba la identidad del amante de su mujer –Marta se besa con un tipo de bigotes en la penumbra de un auto importado- o los tres eran detectives y se habían reunido ahí para discutir un nuevo caso, o tal vez todo era peor de lo que pensaba y en la foto aparecía él, un tal Angel Pereyra reunido con Marta en un bar de mala muerte. En todo caso estaba perdido. Había que conseguir esa foto. Zumbido fuerte en los oídos. Ahora necesitaba un trago de algo que lo ayudara a pensar. El primer hombre volvió a guardar la foto dentro del maletín y el sujeto encendió un cigarrillo; durante unos segundos Peryera pudo ver el rostro serio y enrojecido del sujeto que en silencio escuchaba lo que el primer hombre le decía. El segundo hombre retrocedió hacia el primero y ya no se movió. No supo bien por qué, pero comprendió que planeaban algo importante. La oscuridad se hacía cada vez más espesa. El no debía estar ahí: se iban a dar cuenta y entonces estaría obligado a utilizar su Colt. Retrocedió. Y al hacerlo rozó con la punta del zapato una botella de vino que rodó por la vereda. Antes de que el sujeto se diera vuelta - antes de que sacara de entre sus ropas un arma- y después de que el primer hombre gritara Alto quién anda ahí, Pereyra huyó hacia las luces de la avenida; pasó delante de su auto, llegó hasta la otra esquina y siguió corriendo sin atreverse a darse vuelta ni mucho menos a dejar de correr. Pensó en disparar al aire para ahuyentarlos, pero no se atrevió a hacerlo. Corrió lo más rápido que pudo hasta que, seis cuadras más adelante, apoyó las manos sobre las rodillas y trató de recuperar el aliento. Tenía el pecho cerrado, un agujero en la suela del zapato y la camisa fuera del pantalón. Caminó unos metros más, una pareja que pasaba lo miró con desconfianza. En cualquier momento podía aparecer un patrullero o, lo que era aún peor, una camioneta militar. Cerca de la esquina vio una luz encendida, era un kiosco que habían instalado sobre la ventana de una casa. Pereyra golpeó el vidrio varias veces, y al rato apareció un hombre en camiseta, medio dormido. Pereyra le compró una petaca de whisky –importado no había- y se sentó en el cordón de la vereda a recuperar fuerzas. Un par de tragos después se sintió mejor, pero había gastado la mitad del dinero que le quedaba. En los bolsillos encontró dos panes de hamburguesa aplastados que bajó por la garganta con algunos tragos más. De pronto escuchó frenadas. Gritos. Un auto se detenía. El Falcon del sujeto. No, no era el Falcon del sujeto. Era un Peugeot. Verde también. Cinco hombres vestidos de civil bajaron del auto y uno de ellos forzó las puertas de una casa frente al kiosco donde estaba. En las ventanas de aquella casa se encendieron unas luces interiores, y casi al mismo tiempo alguien se asomó por la terraza. Pereyra apartó la mirada. Segundos después se escuchó el ruido de algo pesado caer sobre la vereda. Pereyra no quiso mirar, se incorporó, metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar sin rumbo.




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