La ilusión de la derrota (completa)

15

Antes de salir de su despacho, donde se había guarecido del mundo durante las últimas cuarenta y ocho horas, Pereyra estiró un poco la camiseta de modo que le cubriera parte de los calzoncillos, entornó un poco la puerta para asegurarse de que Susana estuviera distraída con alguna cosa y atravesó el living entre diálogos venezolanos y el reflejo del televisor. Susana estaba sentada en su escritorio, y no le prestó la menor atención. Con el rabillo del ojo Pereyra pudo ver que Susana comía algo de una bandeja de plástico. Al regresar al despacho le pareció escuchar que sonaba el teléfono, aunque podría ser que en la novela alguien estuviera haciendo una llamada. Por un instante todo quedó en silencio; Susana, con el brazo plegado y el tenedor cargado de arroz y pollo muy cerca de los labios entreabiertos, pareció darse cuenta de que alguien llamaba. Pereyra se quedó con el pie de la media azul sobre la alfombra del despacho y con el otro pie de la media negra sobre la alfombra del living. Un segundo antes de los comerciales la pantalla del televisor quedó en blanco y esta vez Pereyra escuchó la campanilla del teléfono en su propio escritorio. Alguien llamaba. Segundos después, la voz de Susana:

-Señor Pereyra, es la señora Marta.

Pereyra abandonó la picazón en la panza, aplastó el pelo detrás de las orejas y le hizo un gesto para que pasara la llamada. Se sentó en la cama –ya no había tiempo de acomodar el escritorio y las sillas—, abrió grande la boca y esperó a que cayera la última gota de whisky. Luego apoyó el dedo en el botoncito que titilaba y que hacía pasar las llamadas de un teléfono a otro, levantó el tubo y giró sobre la silla; más allá de las terrazas de los edificios, unos nubarrones funestos oscurecían el cielo.

-Ángel Pereyra, detective, dijo dándose importancia.

Del otro lado del teléfono nadie contestó. Cuando Pereyra volvió a mirar hacia delante, Susana había abandonado la recepción y se apoyaba bajo el marco de la puerta de su despacho; sus manos planchaban la tela símil piel de leopardo de la blusa y sus ojos estaban fijos en el tubo del teléfono. La bandeja de plástico con arroz y pollo había quedado sobre el escritorio de recepción.

-Angel Pereyra, detective, volvió a decir, pero esta vez con un hilo de voz.

-Buenas tardes.

Pereyra reconoció la voz de Marta. Susana dio un paso hacia adelante para escuchar mejor, aunque Pereyra le volvió a indicar con un gesto de la mano que regresara a su escritorio, pero ella no hacía caso y se acercó incluso un poco más.

-Discúlpeme, señor Pereyra, pero no puedo hablar ahora. Mi marido puede regresar en cualquier momento.

Pereyra se acomodó mejor en la silla.

            -Por algo me ha llamado, dijo Pereyra.

-Usted no entiende. Necesito las fotos que me prometió..., ya no puedo seguir así.

Le pareció que Marta lloraba. Llora por amor, se dijo al apartar el tubo del teléfono para que nadie, es decir Susana, a unos pocos metros, y Marta del otro lado de la línea, pudieran escuchar sus pensamientos.

-Sígalo de cerca. Sé muy bien que en los próximos días va a suceder algo definitorio. Lo presiento.

Del otro lado de la línea, después de lo que a Pereyra le pareció un suspiro, y mientras giraba un poco el cuerpo para ver a Susana cada vez más cerca de su escritorio, escuchó que colgaban. Pereyra se quedó inmóvil, el brazo en alto que sostenía el tubo como un idota. Susana dio unos pasos hacia el escritorio y le arrancó el tubo de las manos.

-Necesito que me pague, dijo Susana. Hace tres meses que estoy trabajando gratis.

Pereyra la miró, y supo que estaba acorralado. Solo se le ocurrió decir:

-Hace unos días vi morir a un hombre. Estaba enfrente mío, y terminó con un balazo en la cabeza. Hizo una pausa para que Susana tomara dimensión de lo que decía. Este caso no es lo que parece. No hay tiempo de andar fijándose en pequeñas cosas. Tendrá su dinero a su tiempo, antes no.

El portazo lo derrumbó en la silla. Cuando Pereyra salió al living comprendió que Susana se había marchado, tal vez para siempre. El televisor había quedado encendido, y en la bandeja de plástico que había dejado, una pequeña cucaracha voladora avanzaba sobre los últimos granos de arroz.

 

Ahora que se había quedado solo, Pereyra contaba el dinero que le había entregado Marta en aquella última aparición. Apartó unos billetes para comprar al menos tres botellas de Criadores, y dejó el resto para hacerle frente a los gastos del mes. Pronto llegaría la factura de la luz, la factura del gas, y el administrador volvería a llamar en vano a su puerta para que pagara la expensas. Pereyra miró las dos pilas de dinero, una para el whisky y la otra para los gastos. Que mierda, se dijo, y volvió a juntar todos los billetes en una sola pila. De ese modo quedaban relegados los pagos de los servicios, de las expensas. Whisky y comida, pensó, el resto ya veré.

Era hora de tener al sujeto de la foto retratado caminando por la calle, tomado de la mano de alguna mujer que no fuera Marta; citaría a su clienta en algún restaurante,  aprovecharía para llamar al mozo y encargar, a su costo, es decir, al de ella, que de seguro lo dejaría hacer con tal de recibir de una vez por todas la terrible noticia, un crepe de espinacas sutilmente rodeado por guindas de muzzarella, vino de la casa y de postre un charlote –el chocolate caliente en un jarrito aparte, por favor—. En el tiempo en que tardarían en preparar el pedido Pereyra le narraría con lujos de detalle lo que habría averiguado, eso que no aparece nunca en las fotos, es decir cómo su marido y la amante caminaban por aquella vereda de algún barrio tranquilo y se miraban a los ojos, demorando el momento en que debían separarse después de haber pasado las últimas dos horas encerrados en una habitación de hotel. Planeaba conseguir alguna foto de una mujer cualquiera, junto a un sujeto que, de espaldas, pudiera ser el sujeto de la foto; de seguro con eso bastaría para convencerla. Pensar en hoteles hizo que Pereyra imaginara a Marta recostada en una de esas camas redondas, su cuerpo desnudo bañado por las luces que inundaban el cuarto de rojo, de azul, de verde, mientras que en el reflejo de algún espejo colocado Pereyra se vería a si mismo sostener un vaso lleno de whisky que ella misma habrá pagado, al igual que la habitación y el sombrero, haciéndose, también cómplice, la ve de la victoria, el calzoncillo un poco bajo, y la sobaquera con el arma todavía puesta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.