La ilusión de la derrota (completa)

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La nube de humo blanco alcanzó la ventanilla de su auto, y segundos después una explosión motora manchó con aceite la descascarada pared del garaje. Pereyra se tapó la nariz con la tela del saco, puso primera, escuchó crujir los amortiguadores a medida que el auto comenzaba a moverse y se dirigió a la entrada del garaje donde solía dejar su Rambler; esperó a que el sereno terminara de abrir el portón que por seguridad permanecía cerrado durante la noche, y tomó la avenida Corrientes rumbo al departamento del sujeto de la foto. El aire caliente de la noche entraba por la ventanilla abierta y se hacía más fresco cuando Pereyra aceleraba, y a poco de andar se sintió mejor. Por la avenida algunos taxis vacíos se demoraban en los semáforos, el resto de los carriles estaban libres, sin embargo Pereyra se ubicó entre dos taxis, y cuando el semáforo se puso en verde siguió detrás de ellos, a paso de hombre. Minutos después dobló en la esquina, había llegado a su destino, quitó el cambio y aprovechó su envión para buscar en vano el Falcon del sujeto de la foto. Esta vez no lo vio por ningún lado. Pereyra estacionó a mitad de cuadra, y asomó la cabeza por la ventanilla; la luz del balcón del sexto piso se apagó, pero luego pareció encenderse otra vez, aunque no era la luz del balcón sino la de un ambiente interno, tal vez el living o el dormitorio, que a través de las cortinas ganaba el exterior. Pereyra imaginó a Marta vestida con un camisón claro, algo transparente, el pelo suelto, las uñas y los labios pintados de rojo. Está sola, se dijo. Seguro que esta sola. Y debajo del camisón, nada. Desnuda. Toda desnuda porque hace calor y porque espera que su detective trepe por los balcones hasta el sexto piso. Se pasó la mano por la cara, tanteó su Colt en la sobaquera y se fijó en el espejo que no viniera nadie. Esto no es para mí, se dijo ahora que recordaba las palabras de Roberto. De pronto el Falcon se dibujó en los espejos y pasó junto a su auto sin detenerse. Pereyra se hundió como pudo detrás de la puerta, luego puso el motor en marcha y en pocos segundos lo siguió. A medida que avanzaban, sentía en el pecho la emoción que debían sentir los verdaderos detectives.

Minutos más tarde, el Falcon del sujeto estacionó en la cuadra de un barrio elegante y bien iluminado. Esta vez fue Pereyra quien pasó de largo sin detenerse, y se estacionó a unos cuantos metros más adelante. No se atrevía a apagar el motor en caso de que tuviera que huir, pero al cabo de unos segundos, y después de un trago de la botella de Criadores que llevaba en la guantera, apagó el motor. El sujeto miraba hacia la puerta de entrada de un edificio. Pereyra podía verlo por el espejo retrovisor. ¿A quién esperaba el sujeto de la foto? Ahora la emoción se transformaba en pánico: con lo poco que entraba de luz al habitáculo, vio que ya no quedaba mucho whisky.

Pereyra repasó con la mirada los autos de la cuadra, las fachadas de los edificios, y en especial la entrada del edificio que parecía estar vigilando el sujeto de la foto. De pronto la puerta del Falcon se abrió, el sujeto miró hacia ambos lados y cruzó la calle. Se acercó a la puerta de entrada y la abrió con unas llaves que sacó del bolsillo del pantalón. Pereyra no supo qué hacer; a las apuradas tomó el último trago y salió del auto, llegó hasta la puerta de aquel edificio, y a través de los vidrios de la entrada logró ver que uno de los elevadores estaba en la planta baja y el otro subía hasta el octavo piso. Octavo piso, pensó Pereyra, Buen material. Ahora podría contarle a Marta donde vivía la amante de su marido, cómo él bajaba del auto con un ramo de rosas rojas y subía hasta el octavo piso al dejar un rastro de perfume que sólo usa para ella, para la amante del octavo piso, que de seguro lo recibe vestida en ropa interior, una lencería roja, algo transparente. Era muy peligroso estar ahí, todavía en la puerta de aquel edificio. Aprovechó para inspeccionar el Falcon del sujeto, así que se acercó al auto y por la ventanilla no pudo ver más que los tapizados negros en perfectas condiciones, y una franela amarilla sobre el tablero. Pensó en la manera de abrir ese auto, regresó al suyo, abrió el baúl que estaba lleno de porquerías y encontró un alambre, y con el alambre la sensación de que aquella podría ser su noche de suerte. Volvió hasta el Falcon, se fijo que no hubiera nadie y metió el alambre varios centímetros en la cerradura de la puerta del conductor. Comenzó a moverlo con suavidad, tratando de sentir los diminutos engranajes, pero no lograba nada. Intentó con la puerta del acompañante, y esta vez tuve mejor suerte. La abrió y se metió en el auto del sujeto; en la guantera encontró un sobre no muy grande: se le ocurrió que adentro debía estar la otra mitad de la foto que había recogido en aquel callejón esa última vez; ahora tendría el rostro completo, la mitad de la boca que faltaba, la mitad de la nariz, el otro ojo, y las letras que restaban para poder completar ese nombre y ese apellido hasta ahora desconocido. Pero se equivocaba. En el bolsillo interno del saco guardó el sobre para verlo después. Luego salió del auto, y como se sentía confiado metió el alambre en el tambor de la cerradura de la cajuela, que cedió de inmediato y la tapa se levantó sin mayor resistencia. Lo que encontró lo hizo retroceder hasta chocarse con la trompa del otro auto que estaba estacionado detrás; Pereyra quedó sentado sobre el capot, con la boca un poco abierta y algo torcida: dentro de la cajuela vio unas esposas como de policía, un enorme martillo, unas cuerdas gruesas y retorcidas, todo manchado con sangre. Cuando Pereyra levantó la vista, el sujeto de la foto abría la puerta del edificio en el que había entrado y entonces ya no hubo tiempo para nada más: quiso huir, pero al dar media vuelta la punta del alambre que había quedado en la cerradura de la cajuela se le enredó en la manga de la camisa. Pereyra tiró con fuerza, más la tela se resistía. El sujeto de la foto se detuvo en el cordón de la vereda, a tan solo unos cincuenta metros de distancia. Pereyra dio un fuerte tirón que le permitió zafarse, aprovechó el autobús que pasaba y les obstaculizaba la visión a los dos y corrió hasta su auto, y al hacerlo creyó escuchar pasos que lo seguían: el sujeto de la foto, o algún policía, o eran las suelas de sus propias zapatillas que en la carrera se habían despegado. No llegó a abrir la puerta de su Rambler, y de pronto lo asaltó un miedo que no había sentido nunca, una baba negra por cada palpitación, por cada ahogo. Pereyra se agachó, se escondió como pudo detrás de su auto, y el sujeto de la foto cruzó la calle, se acercó al Falcon verde, levantó otra vez la vista y lo miró. Miró hacia donde estaba escondido Pereyra, no había dudas que miraba hacía ahí, lo había descubierto. Pero el sujeto de la foto no hizo otra cosa más que establecer un contacto visual con Pereyra, sólo eso, antes de subirse a su auto y encender el motor; las luces del Falcon iluminaron un trazo negro de la calle, hasta que el auto comenzó a moverse sobre ese asfalto poroso, llegó a la esquina sin apuro, y dobló para desaparecer. Pereyra se quedó así, medio en cuclillas, le costaba respirar y se le habían acalambrado las piernas, hasta que de repente se escucharon unas sirenas que se acercaban. La cana, pensó con alarma, y esas palabras le hicieron preguntarse qué era lo que había sucedido en ese departamento en el que había estado minutos atrás el sujeto de la foto. Pero no había tiempo para nada más, era hora de irse. Así que subió también a su auto y se marchó de ahí.




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