La ilusión de la derrota (completa)

17

Tomó avenida Alem, y luego una calle lateral, sin gente. Más adelante se detuvo en un semáforo, detrás de una fila de autos mejores que el suyo, y aprovechó para fijarse si quedaba algo en la botella. ¿Era sábado? ¿Ya era domingo? Un muchacho pasó ofreciendo diarios a los conductores. Pereyra supo que era una buena oportunidad para ver la fecha, así que lo llamó. Era sábado. En los titulares:

 

LIBERAN  DE CULPA  Y  CARGO  A  SEIS  MILITARES  ACUSADOS  DE  SECUESTRO

REEMPLAZAN  A  JUECES  POR  LEY  DE  AMNISTÍA

Y en letras más pequeñas, abajo:

TRAVESTI DE BAJA TALLA ES ENCONTRADO MUERTO EN  SU  DEPARTAMENTO 

 

El semáforo se puso en verde. Pereyra sostenía el periódico contra el volante, y antes de arrancar alcanzó a ver el recuadro donde se mostraba una ambulancia y varios camilleros que sacaban el pequeño cuerpo envuelto en sábanas; era el mismo edificio donde había visto entrar al sujeto de la foto la noche anterior. En el epígrafe leyó: el cuerpo estaba sobre la alfombra, boca arriba, en la escena se hallaron indicios de que hubo violencia.

Pereyra escuchó algunos bocinazos detrás suyo para que moviera el auto, y el muchacho le pidió que le pagara el periódico. Pereyra hizo el ademán de buscar dinero en la billetera, y aceleró. El muchacho corrió unos pasos, pero enseguida supo que no iba a poder recuperar lo que le habían robado. Varias cuadras más adelante, al detenerse otra vez por el tránsito, Pereyra se fijó en la dirección que aparecía en la nota del interior del periódico, y confirmó sus sospechas. Era la misma donde el sujeto de la foto había montado guardia la noche anterior.

Esa misma tarde, Pereyra entró al banco que figuraba en el membrete del cheque que había encontrado en la guantera del auto del sujeto de la foto, cerca de las dos de la tarde, con el estómago vacío y un leve temblor en las manos. Sacó número y se sentó a esperar. Cuando lo llamaron, se acercó a una de las cajas y deslizó el cheque por la abertura del vidrio. ¿Efectivo?, preguntó la empleada del banco. Si, dijo Pereyra. Escriba su nombre, número de documento y dirección detrás, dijo la empleada sin siquiera mirarlo, y le regresó el cheque. Pereyra obedeció. El cheque volvió a pasar del lado de la empleada, pero al ingresar los datos en la computadora la mujer levantó la mirada y se quedó viéndolo unos segundos; luego tomó el tubo de un teléfono que tenía a mano y dijo Señor Gutiérrez, venga enseguida por favor.

Es una trampa, pensó Pereyra.

A los pocos segundos un señor Gutiérrez apareció detrás del vidrio junto a la mujer. Tenía unos bigotes grises, y un tic nervioso en los labios hacía que los apretara y los sacara para afuera como si tirara besos al aire.

La mujer dijo algo que Pereyra no llegó a escuchar. El señor Gutiérrez lo miró a través del vidrio que los separaba.

-Esta cuenta..., dijo Gutiérrez. ¿Quién le dio este cheque?

Pereyra no supo que responder. Estaba a punto de dar media vuelta y salir corriendo de aquel banco cuando la mujer volvió a decir algo en voz baja.

-El problema es que esta cuenta… solo es usada por personas de suma confianza del señor… bueno, ya sabe usted a quien me refiero… y nosotros no habíamos escuchado nunca acerca de usted.

-Pero el cheque tiene mi nombre, respondió Pereyra, algo nervioso. Y también se le ocurrió decir.

-No vamos a molestar usted ya sabe a quién para averiguar por qué en este banco no me quieren pagar este cheque, ¿no le parece, Gutiérrez?

Gutiérrez se sintió amenazado por las palabras de Pereyra, los labios comenzaron a moverse con mayor rapidez, ahora tiraba besos al aire para todos lados.

-Bueno, por tratarse de una suma pequeña, dijo Gutiérrez. Páguele Paula. Anótelo aparte, y después lo vemos.

La mujer le entregó el dinero. Selló unos papeles. Que tenga buen día, dijo al fin. Y Pereyra se retiró del banco con los bolsillos del saco que llevaba puesto lleno de billetes de mil pesos.

 

La mitad de la foto de aquel rostro desconocido que le habían dejado dentro de la guantera de su auto ahora giraba entre sus dedos a un ritmo constante, aunque Pereyra no miraba esa foto ni la foto del sujeto que Marta le había entregado ni la tapa del diario donde aparecía el cadáver de aquel travesti enano bajo una sábana blanca, sino que miraba hacia algún rincón oscuro de su despacho, lugar donde había pasado las últimas tres horas con la mente vacía, como si una bolsa de arena flotara dentro suyo y no dejara lugar a ningún otro pensamiento más que la suma de dinero que había cobrado en el banco. Ni siquiera la sensación de tener la boca seca y el estómago vacío lo perturbaba; a su alrededor, la penumbra espesa de la tarde trepaba por las paredes hasta media altura, mientras Pereyra intentaba recordar al tipo que había salido de entre las sombras en aquel callejón oscuro a donde había seguido al sujeto de la foto, pero al cabo de unos momentos ya no pudo pensar en otra cosa más que en lo que le diría a Marta en su próximo encuentro, y la nueva mentira que justificara un nuevo sobre con billetes. Sintió el vértigo que precede a la angustia, cerró el puño que atrapó la media foto, apretó los ojos con fuerza y todo fue una mancha roja que luego fue negra, y con el trago del líquido que todavía quedaba en la botella se prometió que la cosa iba a terminar bien, porque había comenzado a temer por su propia vida.

 

Ahora pensaba en comprar una nueva botella de whisky –nada de Criadores, uno importado— pero sabía que no podía gastar el dinero que había cobrado sin antes cancelar la deuda que tenía con Susana. En realidad, tenía miedo de salir a la calle, de tocar siquiera aquel dinero que todavía le abultaba los bolsillos del saco que colgaba del respaldo en la silla frente a Pereyra, como si al hacerlo fuese a desatarse alguna clase de maldición. Miró la puerta de la caja fuerte, y pronto prefirió mirar hacia otro lado. No tenía más que tristes recuerdos ahí dentro, imágenes congeladas de la mujer que lo había abandonado; su vida de repente había dado un vuelco tremendo, cargándose de fotos peligrosas. Estiró los brazos sobre el escritorio y se preguntó cuánto tiempo había pasado desde que Susana había pegado ese portazo a modo de renuncia. Van a ser tres días, pensó, ya no va a volver. Pereyra tomó la botella de vino y con cuidado vertió el contenido en su propia botella donde todavía quedaba un resto de whisky. A ver que pasa, se dijo al ver el líquido oscuro resbalar por el pico y mezclarse al fin con las últimas gotas doradas. Al terminar sacudió un poco la botella, miró sin mirar la pared desnuda frente a su escritorio y tomó un trago. Un gusto desagradable le recorrió la boca. Pero cuando pensó en tirar todo a la basura sintió en los ojos el cosquilleo del alcohol. Un momento después escuchó sonar el timbre del teléfono. Caminó hasta el living y levantó el tubo del escritorio de Susana. Del otro lado de la línea nadie respondió. Pereyra se sintió débil, mareado, y en el repentino calor que lo invadía sus piernas de manteca lo dejaron caer al suelo. Así y todo, tirado en el piso, esta vez con los ojos abiertos, la cabeza vacía apoyada contra la alfombra del living, mirando todo de costado, alcanzó a ver como la botella de whisky que contenía vaya a saber qué mezcla espantosa rodaba unos metros y se detenía ya fuera de su alcance.




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