La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

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Cuando llegó a la puerta del edificio donde vivía, la luz solar caía vertical e implacable desde el cielo, ondulando el aire que flotaba por sobre la superficie de todas las cosas, de modo tal que no se podía pensar en otra cosa que no fuera buscar alivio del calor, en cualquiera de sus variantes; se podía ver que los hombres que pasaban caminando llevaban los primeros botones de sus camisas desprendidos y las corbatas desatadas, incluso algunos más jóvenes iban con el torso desnudo y portando unos lentes de sol de dudosa procedencia, las mujeres se habían soltado el pelo, o se abanicaban con lo que tuvieran a mano, y las mujeres mayores caminaban a paso lento, siguiendo el rastro fresco de una brisa que perdían en cuanto cruzaban la calle; en la vereda, donde la gente se agolpaba en la entrada del metro para regresar a sus casas, Pereyra observó una franja de sombra proyectada por las fachadas de los edificios, y por un momento quiso quedarse ahí, porque en algún lugar de su mente existía la triste premonición de que subir a su departamento y entrar a su despacho sólo significaba abalanzarse sobre la botella de whisky que había quedado escondida en uno de los armarios. Ya debían ser las seis o las siete de la tarde, y sí, era hora del trago que se había prometido cada noche. Con un gesto robotizado, de robot adicto a la bebida, metió las llaves en la cerradura y entró, caminó hasta el ascensor, subió en él, evitó la imagen en el espejo que mostraba a un tipo sucio y demolido, y fijó la mirada en los números pintados en la mampostería de los entrepisos que se veían a través de las rejas del ascensor y que se sucedían rítmicamente a medida que aquella caja metálica lo despegaba del nivel cero de la calle. Por un momento pensó en el regreso desde la comisaría donde había pasado la noche hasta su oficina, cuando la gente con la que se había cruzado lo había visto y se había apartado de su camino, como si por andar en la misma vereda se fuesen a convertir en algo parecido a él; en un determinado momento, unos chicos vestidos con uniforme de colegio privado lo habían seguido durante unas cuadras, saltando a su alrededor y cantándole cosas que no llegó a comprender, y él por ahuyentarlos, al mover los brazos y dar unos pasos rápidos como si fuera a perseguirlos, había pisado con el pie descalzo una baldosa floja y se había ido de boca al suelo. Ahora no estaba seguro de tener todos los dientes; se pasaba la lengua y los contaba como si los tocara con la punta de los dedos, pero no estaba seguro; además un gusto ácido le subía desde el estómago hasta la garganta, como si aquella sensación desagradable también tomara un elevador dentro de su cuerpo. Pero antes de llegar al octavo piso, de repente Pereyra se preguntó quién había llamado para que lo liberasen, y aquella pregunta sin respuesta lo llevó a la imagen del rostro del comisario, en cómo se había transformado en esos pocos segundos en los que alguien del otro lado de la línea le ordenaba que lo dejaran de inmediato en libertad. Pensó durante algunos segundos, y la única conclusión que pudo elaborar fue que alguien lo quería suelto, en la calle, jugando al detective.


Pereyra bajó del elevador y salió al pasillo, dio unos pasos sin hacer ruido y apoyó la cabeza contra la puerta de su oficina. ¿Susana miraba la televisión en el living? Era mejor que no lo viera en ese estado. Silencio. Susana no está, pensó. Abrió la puerta y entró a su departamento. Las ventanas estaban cerradas, y él no se molestó en encender la luz; atravesó de memoria el living y entró a su despacho, abrió el armario y buscó la botella de whisky. La sostuvo en el aire por un momento, sabía que si la guardaba otra vez en donde estaba las cosas podrían comenzar a cambiar; una pequeña victoria que se uniría tal vez a otra pequeña victoria, un paso a la vez, el comienzo de un camino diferente, cuesta arriba, era cierto, pero al menos… Tomó un trago. Y luego otro más. Se quitó el zapato que le quedaba y se sentó en la punta de la cama mientras se desabrochaba la camisa que olía a vómito, a whisky y a suelo de comisaría. Se quitó los pantalones y las medias, y desnudo se acercó a la ventana: allá abajo, las personas caminaban por la vereda, hasta que doblaban por la calle Uruguay, o seguían derecho por la avenida Corrientes, otros manejaban los taxis que se detenían en el semáforo de la esquina, las motos, los colectivos se acumulaban durante un momento antes de volver a arrancar, y a lo lejos todo era solo una mancha gris que bordeaba la franja negra en la que se transformaba la ciudad.




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