La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

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Pereyra quiso mirar la herida de bala que se había hecho en el pie, pero no había tiempo para descalzarse. Salió de aquel departamento y sin encender la luz bajó como pudo por las escaleras; el corazón le latía con una fuerza preocupante, no estaba acostumbrado a semejante esfuerzo, sin embargo la adrenalina se mezclaba bien en la sangre porque no llegaba a sentir ningún dolor. Cuando estuvo en planta baja, comprendió que estaba acorralado, la puerta de entrada había quedado cerrada y de seguro no faltaba mucho para que la policía llegara al lugar; algunos de los vecinos en el edificio habrían escuchado el estruendo de su disparo, por eso no salían a ver qué sucedía, se habían encerrado a la espera de la ley. Pereyra tomó carrera, alzó apenas la pierna y con la suela de la zapatilla dio un fuerte golpe a los vidrios de la entrada. Los vidrios temblaron por el sacudón, pero no se rompieron; a cambio Pereyra rebotó y cayó aparatosamente al suelo, pero al ver la puerta temblar se dio cuenta que no estaba con llave, al salir el sujeto de la foto habría roto la cerradura, supuso Pereyra, no le encontraba otra explicación, asi que bastaba con empujarla para poder salir a la calle. Se incorporó y dejó el edificio, y a media cuadra encontró estacionado su Rambler; lo puso en marcha, y arrancó. Al doblar la esquina escuchó distintas sirenas que se acercaban; una ambulancia y varios patrulleros; ahora aceleraba por una calle que no conocía y se alejaba del lugar. En cuanto llamara Marta renunciaría al caso. No seguiría al sujeto de la foto nunca más. Ni al sujeto ni a nadie. Aquello no era para él. Pereyra hacía un gran esfuerzo por concentrarse en el camino, y en cada sombra que veía le parecía ver aparecer otra vez al sujeto de la foto.

Poco a poco la herida en el pie comenzó a hacerse evidente, ahora debía llegar pronto a un hospital para que lo revisaran, una aureola de sangre se había dibujado en la tela de la zapatilla y manchaba también la alfombra del Rambler. Pereyra detuvo el auto, no sabía adónde ir, tampoco tenía respuestas para las preguntas que hacían en los hospitales, porque al notar que la herida en el pie era una herida de bala una de las enfermeras le haría señas a la otra que abandonaría la guardia para llamar a la policía, o peor aún, al propio sujeto de la foto. De modo que no podía hacer otra cosa que más que llegar a su despacho y curarse solo. Cuando se alejó lo suficiente del ruido amenazador de las sirenas, se detuvo un momento junto al cordón y con manos temblorosas buscó la botella entre las hojas del diario donde la había escondido. Tomó un trago. Con el segundo sintió que el ardor en el estómago se calmaba. Con el tercero –el último de la noche, se prometió Pereyra— notó que las manos dejaban de temblar. Con el cuarto al fin se tranquilizó. Ahora que miraba hacia un punto indefinido de la calle, pensaba que tal vez aquel cuerpo tirado sobre la alfombra pertenecía a algún marido celoso que al regresar a su departamento habría sorprendido al sujeto de la foto infraganti, y en la pelea el hombre habría resultado herido con el mismo cuchillo que la infiel pareja habría utilizado para trozar la banana que, antes de hacer el amor, el sujeto habría hundido en chocolate caliente para el deleite de su amante. Así le hubiera gustado a Pereyra que resultaran las cosas, pero la realidad era muy distinta, menos ridícula y más perversa, el pobre tipo había muerto de un disparo a quemarropa, no había amante, ni marido celoso, él lo sabía bien. Sólo había encontrado el cuerpo de un hombre, ¿dónde estaba la amante? No podía engañarse más. Sabía muy bien lo que sucedía. Y lo peor de todo era que Pereyra comenzaba a creer que Marta también lo sabía.

 




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