La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

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Acomodado ya en su cénit, el sol de diciembre lo golpeaba en la espalda y en la cabeza sin piedad con su garrote de aire caliente. Para distraerse, Pereyra, cada seis pasos, pateaba una piedrita que rodaba y se detenía delante de él, o se perdía entre los pastos secos donde ya no podía verla. Entonces elegía otra piedrita, la pateaba hacia adelante, y así había estado haciendo durante un rato largo. Andaba a pie ahora, el Rambler había dicho basta, no había querido seguir más. Pereyra le había levantado el capót como si supiera qué hacer con un auto que no arrancaba, y al cabo de unos momentos de estar asomado sobre el motor lo había dejado así, tirado en la banquina. Se había quedado sin combustible o algo no había querido funcionar más, daba igual. Al principio, en esos primeros metros en que se alejaba de su auto para siempre, Pereyra se había llenado de rabia porque esa cosa cuadrada y blanca que usaba para moverse de un lado al otro lo traicionaba en el momento menos oportuno, como lo habían traicionado todos –y cuando pensaba en todos en realidad pensaba sólo en alguien, en su mujer, y eso le traía a la mente la carta de despedida que había dejado ella sobre la mesa del living y que él nunca había tenido el coraje de leer—. Su auto prefería oxidarse, convertirse en la guarida de algún perro salvaje y pudrirse al costado de aquel camino desolado antes de tener que seguir con él. De bronca nomás, había lanzado las llaves al otro lado de la ruta, y después se había puesto a caminar.  

Su plan era el siguiente, y lo repasaba en su cabeza una y otra vez. Al llegar al próximo pueblo buscaría la plaza rodeada por el edificio de la municipalidad, la comisaría y la iglesia; estaba seguro de que ahí, en la casa de Dios, estarían obligados a tener que darle algo de comer. Si tenía suerte, llegaría antes de que se hiciera muy tarde, y hasta, tal vez, le ofrecerían una cama donde pasar la noche; en cuanto se quedaran todos dormidos, él tendría oportunidad de llenar una botella con el vino de misa, buscar algo de valor que después pudiera vender por ahí, saltar por una ventana y mandarse a mudar.

Pereyra guardó el arma en el bolsillo interno del saco, donde las costuras comenzaban a ceder, y sintió que las suelas de las zapatillas se desprendían un poco más con cada piedrita que pateaba. La herida en el pie ya no le dolía tanto, pero de todos modos se la tendría que hacer revisar. En el otro bolsillo llevaba un sobre de color papel madera, donde en su interior estaban las dos partes de la foto de aquel rostro desconocido. Él ahora tenía esas dos mitades, y en su reverso un nombre y un apellido que no había escuchado nunca. De repente se había puesto a repasar cuántas personas habían muerto desde que Marta se había metido en su vida. Las contó, como si fuese un niño pequeño levantó cuatro dedos en el aire. Roberto con un tiro en la frente, se dijo en voz alta, el enano travesti sacado en una camilla cubierto por una manta blanca, el tipo ese con un tiro en el pecho tirado en el living de aquel departamento con la mitad de esa foto en la mano… y Susana. La imagen de su secretaria, con el cable del teléfono enroscado en el cuello, quedó flotando durante unos segundos delante suyo en el aire. Ahora que pensaba en eso, bien alto, unos pájaros negros aparecieron en el cielo. Volaban en círculos, como si vigilaran algo. Estaban justo por encima suyo, a unos cien metros de distancia, esperando que Pereyra cayera de rodillas y se terminara de morir. Vayan a buscar mierda a otro lado, pensó Pereyra. Y supo que, si no probaba un trago de algo que estuviera hecho con alcohol, pronto sucedería eso que se imaginaba, caería de rodillas sobre la banquina y se quedaría así, duro y seco como los yuyos que crecían al costado del camino. Bajó la mirada, intentó concentrarse, encontrarle algún sentido a todas esas muertes que había presenciado: eran las piezas de un rompecabezas imposible. Lo único que pretendía era no terminar siendo la pieza que faltaba.

 

Los frenos de aire de un camión se escucharon a sus espaldas. Pereyra se dio vuelta. No había tiempo para esconderse, si era el sujeto de la foto le bastaba con pegar un volantazo para atropellarlo y dejarlo ahí tirado. Pero el camión se adelantó y se detuvo unos cincuenta metros más adelante. Pereyra se quedó quieto, sacó el arma del bolsillo del saco y esperó. El chofer del camión se asomó por la ventanilla del acompañante, gritó algo que no se entendió. Pereyra dio dos o tres pasos hacia el camión y volvió a quedarse quieto. El chofer bajó, era un hombre grande, en edad y en cuerpo, tenía las piernas chuecas vestidas con un pantalón de jean. Pereyra lo vio acercarse con cara de preocupación. ¿Es suyo? Preguntó el tipo. Pereyra ocultó el arma otra vez dentro del saco. No dijo nada, esperó a tener al tipo más cerca. Cuando estuvieron a menos de dos metros y el tipo volvió a preguntar

-¿Es suyo el auto blanco?

Pereyra miró hacia atrás, pero su Rambler había quedado muy lejos ya.

Se quedó en silencio, le parecía que todo era una trampa

-Le pregunto porque se está incendiando. Un auto blanco, viejo, con el capót levantado.

No había nada que hacer. Alguien le había prendido fuego el auto. Alguien que no quería verlo regresar a Buenos Aires.

-Lo acerco a algún lado, donde pueda hacer la denuncia. ¿Para dónde va?




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