La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

28

Dentro del bolso de mano, doblado prolijamente, Marta traía un sobre papel madera. De aquel sobre sacó las dos mitades de una foto partida al medio. Pereyra reconoció el sobre y también la foto. Una de las dos mitades era la misma que había levantado de un callejón cuando seguía al sujeto de la foto por la ciudad; la otra mitad era la que sostenía aquel tipo, el que había encontrado moribundo con un disparo en el pecho. Marta unió los pedazos que formaron el rostro y se lo mostró.

            -¿Sabés quién es? preguntó ella en un tono cordial.

            Pereyra miró la foto, sin verla en realidad.

-Es un juez, dijo el sujeto de la foto. Es el que dictó tu internación obligatoria, hace un tiempo atrás. No te gusta nada este tipo… de hecho lo odias con todas tus fuerzas.

 

            En el pulso irregular de sus manos, las dos mitades de esa foto se unían y se separaban en el aire, como si Marta le anunciara de este modo el destino trágico de aquel hombre. Pereyra recordó las palabras de Roberto, antes de que su asistente le metiera un tiro en la frente: un juez investigaba una causa por corrupción, estaba involucrada una empresa constructora de obras públicas y un empresario extranjero. Turco o polaco, no se acordaba bien.

            Con una dulzura difícil de explicar, Marta le tomó la mano, y Pereyra hizo el ademán de cubrirse la cara porque pensó que volvían a golpearlo.

-No tengas miedo, querido.

Le acarició el brazo donde todavía colgaba la aguja por donde le habían suministrado el suero.

-Yo te voy a cuidar. Somos familia. Vos hacé caso nomás, y todo va a salir bien.

El sujeto de la foto rodeó la cama, apareció por el otro lado. En un tono amable, dijo.

-Mire, Pereyra. Hay rastros suyos por todos lados, en cada escena de esos crímenes están sus pisadas, sus huellas, testigos que dicen haber visto su auto estacionado en lugares que lo comprometen…

-Y ustedes quieren que me haga cargo de todo eso dijo Pereyra sin rodeos.   

-Tal vez no debió acercarse tanto a mí, dijo el sujeto, un poco en burla. Me seguía muy de cerca, Pereyra, casi que no me dejaba ni respirar…

-Ya te vamos a explicar qué es lo que pretendemos de vos, dijo Marta. Primero necesitamos saber si vas entendiendo en que situación te encontrás… porque te tenemos agarrado de las bolas ¿te diste cuenta?

Pereyra cerró los ojos. Le dolía el tobillo enyesado, y comenzaba a tener hambre. Más que hambre, quería algo de alcohol o que le dieran más drogas.

-Lo peor de todo es lo que le hizo a su mujer, dijo el sujeto de la foto, como si dejara caer esas palabras del modo más inocente posible.

Había guardado ese golpe de efecto y lo lanzaba ahora, cuando Pereyra tambaleaba y miraba hacia la esquina del cuadrilátero a ver si de ahí arrojaban de una buena vez por todas la toalla. Entonces Pereyra vio los ojos en blanco, la boca abierta, el cable del teléfono alrededor del cuello de Susana. Pero Susana no era su mujer, no podían engañarlo con eso. Susana era su secretaria, su mujer lo había abandonado y no había vuelto a saber de ella desde hacía al menos tres años atrás. El sujeto de la foto tomó a Marta por los hombros para consolarla, porque de repente ella parecía hacer todo lo posible por ponerse a llorar.

            -Eso es lo más terrible de todo, dijo el sujeto. Aunque ella había decidido separarse de usted, todavía se acercaba para cuidarlo. Está enfermo, Pereyra. Muy enfermo.  

            -Ella nos decía que te creías un policía, o un detective privado o algo así, dijo Marta. Y que la confundías con una empleada, con una secretaria. Al final te visitaba con miedo, pero iba de todas formas, la pobrecita.           

Se hizo silencio. Pereyra permanecía abrió los ojos, y se quedó con la mirada perdida en la distancia infinita del campo. Y en aquel silencio comprendió que ya no tenía mucho que perder. Sin mirar a ninguno de los dos, casi en un susurro, como si hablara consigo mismo, dijo.

            -No sigan, por favor. No sigan con esto. Los tres damos mucha lástima.

Entonces el sujeto de la foto pareció otra vez perder la paciencia, su rostro se endureció de pronto, como si se preparara para volver a golpearlo, pero Marta lo contuvo.

-Mire Pereyra, nosotros estamos para ayudarlo, dijo el sujeto que se había puesto algo nervioso. No es muy difícil, usted sólo tiene que aceptar que es un paciente psiquiátrico. Además, es lo que más le conviene, ¿Y sabe por qué? Sí, lo sabe bien… los locos no van presos… y usted no quiere ir preso… si repite la historia que le estamos contando, digamos que frente a una cámara para dejar testimonio, confesando lo que ha hecho con esa gente que tanto odiaba… bueno, entonces nosotros podremos hacer algo por usted.  

Pereyra escuchó con atención lo que el sujeto decía, y al mismo tiempo sintió que chapoteaba en el fondo de un pozo oscuro, donde alguien dejaba caer el extremo de una soga; pero esa soga no iría a salvarlo, era de fuego, le quemaba las manos, aunque no tenía más alternativas que tomarla. Levantó la mirada hacia los ojos de Marta, pidiendo clemencia.

-Me parece que ya vas entendiendo, querido… ¿no es cierto? preguntó ella. Sus palabras sonaron tan amorosas que Pereyra ya no tuvo dudas; Marta era la más peligrosa de los dos.

El sujeto fue hasta la camioneta, cuando regresó traía una cámara de video en la mano. Le costó encenderla porque no sabía bien cómo funcionaba, y cuando estuvo listo, apuntó su lente hacia el rostro de Pereyra, y en un tono más bien didáctico preguntó.

-A ver, Pereyra, ¿ya sabe entonces lo que tiene que decir…?

 

 




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