La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

Capitulo Final

   El juez se levantó, fue hasta el bar. Con el permiso de Pereyra abrió una puerta debajo de la barra y buscó algo.

            -Acá tengo un pañuelo de seda, dijo. ¿Le sirve esto? Tome, no sea cosa que desconfíe y se le escape un tiro.

            Segundos atrás Pereyra le había pedido una soga con que atarle las manos. Guardó el pañuelo en el mismo bolsillo del saco donde había guardado el 22 corto del juez, y al hacerlo se acordó de cuando lo tenían atado a la cama en esa iglesia donde querían crucificarlo.

            -¿Es cristiano usted?, preguntó Pereyra.

            -Soy judío, dijo el juez, con cierto temor, como si su respuesta fuese a perjudicarlo.

            -Yo ya no soy nada, se dijo a sí mismo Pereyra.

-Hace mal, contestó el juez. Un hombre sin fe, no es un hombre.

Pereyra pensó un momento.

-¿Quién le dijo que todavía soy un hombre?

El juez se quedó en silencio, con la mirada puesta en la pistola que Pereyra cargaba en la mano.

-Voy a pedirle algo de dinero, dijo Pereyra.

            -Le doy lo que quiera, respondió el juez.

            -Deme para comprar un pasaje en micro.

            -Puedo darle eso y mucho más, si acepta irse una buena vez.

            -Deme para comprar un pasaje en micro y no perdamos más tiempo, dijo Pereyra cansado de repetir dos veces lo mismo.

            El juez dejó unos billetes arrugados sobre la barra del bar.

            -Ahora usted me va a ayudar a tirar ese butacón por la ventana.

            -¿Qué cosa quiere hacer?

            -Es ese butacón o es usted. Alguno de los dos tiene que caer por esa ventana. Dígame qué prefiere.

            Pereyra guardó el arma, se arremangó las mangas del saco. El juez parecía querer descifrar lo que Pereyra intentaba a hacer.

            -Vamos, dijo Pereyra. Usted lo agarra de ahí y yo de este lado.

Alzaron el butacón que estaba frente a uno de los dos escritorios, donde no se habían sentado, y lo llevaron hasta la ventana.

            -Cuando cuente tres, ordenó Pereyra. Y no intente nada raro o con el butacón se va usted también para abajo.

Costó levantarlo, lo apoyaron por un segundo en la base del marco de la ventana, que a esas alturas daba la impresión de ser las fauces rectangulares de un monstruo nocturno; cuando lo soltaron, el butacón se inclinó hacia el vacío, y despareció dejando un violento silencio. Un segundo después el estruendo del mueble contra las chapas del techo en planta baja subió amplificándose por entre las paredes del pulmón del edificio, como si fuese el rugido de aquel monstruo satisfecho. De inmediato comenzaron a encenderse algunas luces, unas personas se asomaban para ver qué había ocurrido. Pereyra aprovechó la ocasión.

 

            -Se mató, gritó Pereyra. Se tiró por la ventana. Llamen a la ambulancia, por favor.

            Se metió adentro y cerró la ventana. En la oscuridad de la noche no se distinguía nada allá abajo, en los techos de chapa ahora destruidos. Pronto comenzaron a escucharse gritos, una mujer lloraba. Otra comenzó a rezar en voz alta.         

-Dése vuelta, dijo Pereyra.

Con el pañuelo de seda le ató las manos al juez detrás de la espalda. Luego lo acompañó y lo sentó en una silla frente a la mesa de póker. Entonces dejó caer la carta que el sujeto le había dado sobre el paño verde. El juez miró la carta sin llegar a entender qué significaba. Pereyra fue hasta el teléfono y llamó a emergencias. Sin perturbarse, dio la dirección, dijo que era urgente, pidió que mandaran a una ambulancia.

            -Alguien se acaba de arrojar por la ventana, agregó antes de cortar.

            -¿Esto es por una deuda de juego?, preguntó el juez, queriendo encontrar alguna chance de poder convencer a Pereyra de que lo libere.     

Pereyra tiró del cable del teléfono para que ya no se pudiera utilizar. Dudó un momento, pero ya no pudo resistirse; desde que había entrado a esa oficina no había dejado de pensar en eso; fue hasta el bar y destapó una de las botellas de whisky que había sobre la barra. Tomó un largo trago, y después otro. Se limpió la boca con el antebrazo y volvió a tapar la botella y a dejarla donde estaba.

No se sintió mejor, pero las manos dejaron de temblarle tanto.

Miró hacia donde había dejado sentado al juez.

            -Usted está muerto y todavía no la sabe, dijo Pereyra. Ahí sobre la mesa le dejo una pista. El que escribió su dirección en la carta quiere que ya no se meta en sus cosas.

            El juez que estaba de espaldas agachó la cabeza como si esperase un disparo en la nuca. Pereyra lo levantó del brazo.

            -¿Dónde hay un baño?

            -Por allá.

            Caminaron unos pasos, Pereyra abrió la puerta y sentó al juez en el inodoro. Antes de dejarlo encerrado ahí, dijo algo más.

-Si es un hombre de verdad sé que no va a traicionarme. En unos días, cuando llegue a la frontera, voy a llamarlo. Haga lo que tenga que hacer para que me dejen pasar.

            Cerró la puerta con llave, atravesó la oficina y salió. En el pasillo se encontró con el empleado de seguridad que subía desesperado por las escaleras. Pereyra pasó a su lado, el tipo preguntó qué sucedía.

            -El juez va a saber explicarle, dijo Pereyra.

            -¿Pero no se mató?, preguntó el de seguridad.

            -Llame a un cerrajero, la puerta está cerrada y no tengo las llaves.




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