La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

6.1

Lo primero que pensó Pereyra al despertar al día siguiente fue en su encuentro con Marta. Después en las flores, en el calor que hacía y en la posibilidad de que ya se hubieran marchitado. Antes de levantar la cama para empotrarla en el mueble que simulaba ser un falso armario, y de acomodar el escritorio y las sillas donde estaba antes la cama, Pereyra estiró la camiseta que le tapaba parte del bulto en los calzoncillos y salió al living al encuentro con Susana. Ella estaba sentada en su escritorio, sin nada que hacer.

-Tómese el día. No vuelva hasta mañana.

Las flores estaban en un jarrito con agua sobre el escritorio de recepción. Ella, sin hacer preguntas, las había acomodado ahí. Habrá pensado que eran para ella, se dijo Pereyra, cuando la vio tomar su cartera, apagar el televisor y dirigirse hacia la puerta. Antes de irse, Susana lo miró con todo el desprecio que una mujer es capaz de lanzarle a un hombre por los ojos.

Minutos después, Pereyra dejó que se llenara la tina del baño, volcó un poco de shampoo para hacer espuma, flexionó las piernas y se ocultó tras la capa jabonosa que se formaba en la superficie. Hundió la cabeza por un momento en el agua, y al emerger al mundo exterior, sacó la mano en busca de la botella de whisky que había dejado a un lado; tomó un largo trago y volvió hundirse debajo del agua, y el whisky arribó al estómago vacío con un ligero temblor en las tripas, y luego la sensación de estar desayunado. Pereyra volcó un poco más de shampoo en la mano y comenzó a lavarse la cabeza. Aprovechó la espuma para enjabonarse el pecho y debajo de los brazos; el resto del cuerpo bajo el agua ya lo consideraba limpio. Qué inventaría cuando Marta llegara a su oficina. No pensaba en eso ahora, sino en el envase de shampoo devenido en submarino que intenta derribar al buque de esponja. Tomó otro trago, y calculó la posibilidad de un nuevo sobre con dinero. El submarino ganó profundidad, el barco siguió rumbo a los grifos: el ataque se produciría de un momento a otro. Luego se puso serio.

Lo mejor es renunciar, pensó.

Aquellos no eran tiempos para jugar al detective.

 

Entró desnudo al despacho y buscó las últimas prendas que le quedaban limpias: camisa blanca, pantalón gris con rayas negras, medias marrones, zapatos de golf. Antes de salir del baño, había aprovechado el agua jabonosa de la bañera para sumergir en ella la ropa sucia; a la noche la colgaría del barral, y para el día siguiente ya estaría limpia y seca. Una vez vestido, se sentó a esperar en su escritorio. A cada momento miraba la puerta de entrada, la luz de la tarde en la alfombra roída. Desparramó unos papeles sobre el escritorio y puso la cámara de fotos a un costado. Así debía verse la oficina de un detective. Esta vez las cosas saldrían bien.

Un trago de whisky para calmar la ansiedad que surge en los últimos momentos de la espera. Un nuevo trago. Otro. Y otro más.

Tres minutos antes de la seis llamaron a la puerta. Pereyra se incorporó, y al hacerlo el mareo lo obligó a apoyarse contra el respaldo de la silla: la espera había sido larga. Fue hasta el living, tomó las flores, tiró el agua por la ventana y se quedó con el ramo en la mano. Se acomodó la camisa, y volvieron a llamar a la puerta. Pereyra caminó con el ramo en alto. Esto es para usted, pensó en decir. Tenga este presente. Una flor para otra flor. Se detuvo a un paso de la puerta. No estaba preparado. Todo lo que tenía era un ramo de jazmines. Ni fotos ni respuestas ni nada. Volvió a su despacho. Se sentó en su escritorio. Otra vez llamaban a la puerta. Las flores le quemaban en las manos. Entreabrió la cama y las tiró adentro. De pronto le pareció que la habitación se perfumaba con los jazmines ocultos. Necesitaba un trago. Ya no había tiempo. Tampoco le quedaba mucho whisky. Volvió a escuchar que llamaban a la puerta, por cuarta vez. Y después silencio. Pereyra temió que Marta se hubiera ido. Mejor así, pensó. Se sintió un cobarde. Hasta que de un salto se incorporó de la silla y en seguida se acercó a la puerta. Marta esperaba del otro lado, pero no por mucho tiempo más.

 

Esta vez Pereyra sintió en el pecho el disparo que no le había herido la pierna. Le faltaba el aire. Cerró los ojos y abrió la puerta.




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