La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

9.1

El primer hombre abrió un maletín que apoyó sobre sus rodillas y le entregó al sujeto una foto ampliada: los tonos blancos y grises brillaron en la oscuridad. Pereyra pudo darse cuenta desde donde estaba que el sujeto también era detective, o el detective era el primer hombre- el sujeto su cliente- y con la foto revelaba la identidad del amante de su mujer –Marta se besa con un tipo de bigotes en la penumbra de un auto importado- o los tres eran detectives y se habían reunido ahí para discutir un nuevo caso, o tal vez todo era peor de lo que pensaba y en la foto aparecía él, un tal Angel Pereyra reunido con Marta en un bar de mala muerte. En todo caso estaba perdido. Había que conseguir esa foto. Zumbido fuerte en los oídos. Ahora necesitaba un trago de algo que lo ayudara a pensar. El primer hombre volvió a guardar la foto dentro del maletín y el sujeto encendió un cigarrillo; durante unos segundos Peryera pudo ver el rostro serio y enrojecido del sujeto que en silencio escuchaba lo que el primer hombre le decía. El segundo hombre retrocedió hacia el primero y ya no se movió. No supo bien por qué, pero comprendió que planeaban algo importante. La oscuridad se hacía cada vez más espesa. El no debía estar ahí: se iban a dar cuenta y entonces estaría obligado a utilizar su Colt. Retrocedió. Y al hacerlo rozó con la punta del zapato una botella de vino que rodó por la vereda. Antes de que el sujeto se diera vuelta - antes de que sacara de entre sus ropas un arma- y después de que el primer hombre gritara Alto quién anda ahí, Pereyra huyó hacia las luces de la avenida; pasó delante de su auto, llegó hasta la otra esquina y siguió corriendo sin atreverse a darse vuelta ni mucho menos a dejar de correr. Pensó en disparar al aire para ahuyentarlos, pero no se atrevió a hacerlo. Corrió lo más rápido que pudo hasta que, seis cuadras más adelante, apoyó las manos sobre las rodillas y trató de recuperar el aliento. Tenía el pecho cerrado, un agujero en la suela del zapato y la camisa fuera del pantalón. Caminó unos metros más, una pareja que pasaba lo miró con desconfianza. En cualquier momento podía aparecer un patrullero o, lo que era aún peor, una camioneta militar. Cerca de la esquina vio una luz encendida, era un kiosco que habían instalado sobre la ventana de una casa. Pereyra golpeó el vidrio varias veces, y al rato apareció un hombre en camiseta, medio dormido. Pereyra le compró una petaca de whisky –importado no había- y se sentó en el cordón de la vereda a recuperar fuerzas. Un par de tragos después se sintió mejor, pero había gastado la mitad del dinero que le quedaba. En los bolsillos encontró dos panes de hamburguesa aplastados que bajó por la garganta con algunos tragos más. De pronto escuchó frenadas. Gritos. Un auto se detenía. El Falcon del sujeto. No, no era el Falcon del sujeto. Era un Peugeot. Verde también. Cinco hombres vestidos de civil bajaron del auto y uno de ellos forzó las puertas de una casa frente al kiosco donde estaba. En las ventanas de aquella casa se encendieron unas luces interiores, y casi al mismo tiempo alguien se asomó por la terraza. Pereyra apartó la mirada. Segundos después se escuchó el ruido de algo pesado caer sobre la vereda. Pereyra no quiso mirar, se incorporó, metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar sin rumbo.

 

Una hora y media después tuvo el coraje de regresar a su auto. Pereyra lo encontró con las cuatro puertas abiertas. Se acercó con cautela, pero no entró; miró a su alrededor y se tanteó los bolsillos: en la carrera había perdido la cámara de fotos. Cerró las puertas del auto, guardó el arma en la sobaquera y caminó hacia el pasaje. El Falcon ya no estaba. Los otros dos hombres tampoco. ¿Cuánto costaría una nueva cámara de fotos? Al volver a su auto, dentro de la guantera, Pereyra encontró un sobre.

Y dentro del sobre, una foto partida a la mitad.

Medio rostro de frente: la mitad de una nariz, un ojo, la mitad de una boca, parte de las arrugas de la frente. Un hombre adulto, de unos cincuenta años. Pero no tenía la menor idea de quién era.

En el reverso de la foto, cuatro letras que no tenían sentido, un apellido por la mitad. Pero hacía mucho tiempo que nada en su vida tenía demasiado sentido. Y lo peor era que ya se estaba acostumbrando a cosas así.




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