La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

10.1

Pereyra rodeó el mostrador y por unos segundos quedó solo con la chica de la limpieza. Antes de entrar se detuvo unos segundos: labios rojos, pintados de rojo, mejillas redondeadas, morenas, sin maquillaje. Era bueno saber su nombre. Rosita, murmuró. Me gusta. Decidió que su próxima secretaria se llamaría así: Rosita. Pereyra le sonrío, pero ella no le devolvió la sonrisa. Debe ser buena piba, pensó Pereyra. Ahora la imaginaba en el escritorio de recepción. Era mucho más joven y mucho más linda que Susana –sí, había que despedir a Susana lo antes posible— y además le decía con una tonada guaraní, porque de pronto a Pereyra se le ocurría que ella debía hablar de ese modo, sentada en el borde de la silla desde el escritorio de recepción en su oficina, con una pierna cruzada sobre la otra y el tubo del teléfono colgando de la mano, Señor Pereyra, tiene una llamada, y enseguida le llevo su whisky, señor Pereyra… Y Pereyra volvió a la realidad, a ese local mal iluminado lleno de penes de goma, y se encontró con la chica viéndolo seriamente, con los brazos apoyados en la cintura.

-¿Venís o no? Lo llamó Roberto del otro lado de la tienda.

La chica parecía nerviosa, y Pereyra sintió que de algún modo Rosita había imaginado lo mismo, aunque no conociera ni su despacho ni el escritorio de la recepción ni supiese que él era detective. Sin embargo de algo estaba seguro: en aquellos segundos ella había pensado en él. Es lo más cerca que estuve de una mujer en mucho tiempo, se dijo a sí mismo, con todo el sarcasmo que estando sobrio se podía permitir.

 

Pereyra atravesó la falsa pared, ese lado estaba aún más oscuro, pero se alcanzaba a ver a Roberto con la cara muy cerca de la superficie de su escritorio, y de inmediato se dio cuenta que estaba tomando cocaína. Roberto alzó la mano a tientas, sin levantar la cabeza, y tiró de un piolín para encender la lamparita que colgaba del techo; se formó un cono de luz amarillento, donde apareció un escritorio y unas dos sillas enfrentadas, un hombre que se incorporaba lentamente con la mirada dura y la mandíbula entreabierta, y tres cámaras de fotos junto a una tarjeta de crédito. Pereyra se sentó. Roberto apoyó las cámaras con cuidado, abrió el compartimiento del rollo, las revisó y al cabo de unos segundos las volvió a dejar sobre la mesa. Pereyra quiso saber qué tan grande era el lugar en donde estaban, pero la luz mostraba sólo eso, una porción de suelo circular, dejando el resto sumido en una negrura espesa.

-¿Para qué las querés?

Pereyra pensó unos segundos.

-Necesito terminar un caso. Tenía una con flash y todos los chiches. Pero me la robaron.

-¿Qué sos, detective ahora? Roberto se río.

Pereyra bajó la mirada algo avergonzado. Temió que Rosita estuviera escuchando del otro lado de la puerta.

-Bueno, mirá, no me importa. Mientras no labures para la poli, yo no tengo problemas, dijo Roberto. Pasó la mano por la superficie de la mesa, y se llevó el dedo índice impregnado de restos de polvo a las encías. Pereyra tuvo la sensación de que, al igual que los animales, con aquel gesto Roberto marcaba su territorio.

-Éstas cámaras son usadas, vos sabés lo que quiero decir. Así que si te agarran con una vas adentro un rato largo, por el número de serie y esas cosas. igual son buenas máquinas, sacan de noche, con poca luz, después en el laboratorio tocás las fotos un poquito, las amplias y se acabó.

Pereyra miró las cámaras en el centro de la mesa: las lentes no apuntaban hacia su pecho o hacia la camisa clara tapada en parte por las solapas azules del saco sino hacía el centro mismo de su cuerpo, detrás de la fachada de la ropa, detrás de la piel y de los huesos incluso: las lentes apuntaban hacia el lugar exacto donde se originaba la necesidad de un trago de whisky. Ya mismo, en este preciso momento, necesitaba calmar el ardor en la boca del estómago, el temblor que comenzaba a tener en las manos, el hormigueo en la planta de los pies.

-¿La querés o no?

Pereyra pensó en la foto del sujeto, el tipo saliendo de algún hotel, cualquier hombre de espaldas saliendo de cualquier hotel, eso sería suficiente para engañar a Marta. No respondió, en cambio lo que hizo fue meter la mano dentro del bolsillo y, sin levantar los ojos del escritorio, dejó un sobre de papel madera. Adentro estaba la foto del sujeto. Luego miró a Roberto, que esperaba una respuesta, y le dijo:

-Guardá esas cámaras, y mejor averiguame quién es este tipo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.