La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

11.1

Había caminado desde la galería hasta el micro centro, y al descubrir un restaurante enfrente de otro había recordado las palabras del Tuerto y su idea de incendiar a la competencia que tenía en la misma cuadra,  y entonces se le había ocurrido que a lo mejor, con un poco de suerte, tal vez, hoy acá, se dijo Pereyra, y mañana en otro lado, se pueda hacer algo con eso de la idea que tenían algunos de exterminar a su competencia. Al menos hasta recibir un nuevo sobre con dinero. Hundió la punta del grisín en la manteca, le echó un poco de sal pero antes de llevárselo a la boca sintió una mano en el hombro. Al darse vuelta, la misma mano arrimó una silla y un par de gruesas piernas se perdieron debajo del mantel: era un hombre de unos cincuenta años, grandote, gordo, muy gordo, vestido con una camisa blanca que a la altura del estómago forzaba la tela y las costuras de los botones que con todas sus fuerzas contenían la masa de carne que parecía querer liberarse del encierro, un pantalón oscuro de vestir de buena marca –supuso Pereyra- y zapatos de cuero, según pudo observar en el tiempo que el hombre tardó en sentarse.

 

Se dieron la mano. 

-Máximo Sosa, dijo el hombre, me dicen que usted está buscando al dueño del lugar.

-Detective Angel Pereyra, dijo. Le gustó decir detective antes que Pereyra, y repitió mentalmente la frase hasta que Sosa dejó de sonreír.

-Disculpe la indiscreción ¿El señor es detective de la Federal o de la Provincia?

Pereyra hundió la punta de un nuevo grisín en la manteca.

-Eso no tiene importancia, contestó. Escúcheme bien: tengo un dato que puede interesarle.

-Detective privado… -dijo Sosa con cierto alivio, pero también algo desencantado. Sacó unos lentes del bolsillo y limpió los cristales con la tela de la corbata

 

-¿Qué va a tomar?

Pereyra tardó unos segundos en elegir las palabras. Luego dijo:

-Más que tomar, quisiera comer.

Sosa movió la mano y un mozo que había estado mirándolos con la misma expresión que el cajero se acercó enseguida.

-Usted dirá , dijo Sosa.

-Vino tinto de la casa, dijo Pereyra, para no abusar. Y unos tallarines cortados a cuchillo, a la Príncipe de Nápoles, aclaró. Para el postre hay tiempo...

Pereyra miró al mozo, luego a Sosa y se reclinó en la silla. Sosa movió la mano como si espantara una mosca, y el mozo se retiró rumbo a la cocina a trasladar el pedido. Sosa miró a Pereyra a los ojos:

-Espero que lo que tenga para informar valga la pena.

Pereyra se acercó al gordo como para confiarle un secreto, y en ese instante pudo ver las gotitas de sudor que le brotaban en la frente y en la punta de la nariz. Era el momento de hablar, de entregar un primer dato, algo que lo hiciera pensar unos momentos, pero al tomar aire para decir la primera frase sintió que la lengua se hacía más ancha y ya no pudo moverla dentro de la cavidad de la boca. Escondió las manos que comenzaban a temblar bajo el mantel. Sosa abrió grande los ojos. Pereyra se acercó aún más, su nariz a pocos centímetros de la nariz del gordo, hasta que alcanzó a decir:

-Alguien quiere destruirlo.

Hizo una pausa para que Sosa asimilara las palabras. El mozo trajo el vino. Pereyra se sirvió un vaso y lo bebió de un sorbo, sin importarle lo que el tipo que tenía enfrente pudiera pensar. Detrás de los cristales Sosa lo miraba con atención.

-Yo no tengo enemigos, señor...

-Si los tiene, respondió Pereyra.

Sosa esperó a que el mozo se retirara y continuó:

-¿Quién iba a querer hacerme daño a mí?

-Tiempo al tiempo, dijo Pereyra, pero supo que debía inventar algo más. Por ahora solo voy a decir que alguien…, y al decir alguien enfatizó la palabra para darle la importancia de lo verosímil, …planea un complot contra su establecimiento… para ser más preciso, alguien pretende incendiarle el restaurante, señor Sosa. Pero no se preocupe, a los postres le digo quién. Y todos contentos ¿Estamos?   

Sin decir una palabra, Sosa abandonó la mesa. Pereyra respiró aliviado.

Ya había tomado más de media botella de vino cuando el mozo trajo el plato de tallarines cubierto de una salsa blanca donde habitaban felices trocitos de pollo y de jamón. Pereyra cortó un poco de pan negro y comenzó a comer. Pronto debió hacer una pausa, llenó la copa de vino y contempló lo que quedaba de tallarines. Entonces, una vez saciado el hambre, se dedicó a descubrir el verdadero sabor de la comida, el bouquet del vino. La comida estaba deliciosa. El riesgo valía la pena.

Minutos después, cruzó los cubiertos en el plato, terminó lo poco que quedaba de vino y con un placer infinito se desabrochó el cinturón que le aprisionaba el estómago. Aunque no alcanzaba a verlo, sabía que Sosa lo observaba detrás del mostrador. Segundos después se acercó a la mesa

-Bueno... ahora diga lo que sabe.

Pereyra esperó a que el gordo se acomodara otra vez en la mesa.

-¿Por qué no hace marchar el almendrado con Charlote, don Sosa?

Sosa miró el tenedor que atravesaba el plato, donde ahora Pereyra repasaba el último trozo de pan negro. 

-Lo que voy a decirle vale mucho más que un buen plato de comida..., hizo una pausa para elegir las palabras y supo que debía haberlas ensayado antes. Se trata de un competidor… un competidor muy cercano a usted… levantó la vista y a través de los vidrios del negocio miró hacia la calle.

-No le entiendo, Sosa abrió las manos y estiró los dedos sobre el mantel. Sea más claro, por favor.

-Es muy sencillo: el dueño del restaurante de enfrente. Quiere destruirlo, hacerlo cerrar. Ya ha contratado a un sicario, pero no para matar a nadie, para incendiarle el restaurante y quedarse con tuta la clientela. ¿Me entiende ahora?




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