La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

15.1

Ahora que se había quedado solo, Pereyra contaba el dinero que le había entregado Marta en aquella última aparición. Apartó unos billetes para comprar al menos tres botellas de Criadores, y dejó el resto para hacerle frente a los gastos del mes. Pronto llegaría la factura de la luz, la factura del gas, y el administrador volvería a llamar en vano a su puerta para que pagara la expensas. Pereyra miró las dos pilas de dinero, una para el whisky y la otra para los gastos. Que mierda, se dijo, y volvió a juntar todos los billetes en una sola pila. De ese modo quedaban relegados los pagos de los servicios, de las expensas. Whisky y comida, pensó, el resto ya veré.

Era hora de tener al sujeto de la foto retratado caminando por la calle, tomado de la mano de alguna mujer que no fuera Marta; citaría a su clienta en algún restaurante,  aprovecharía para llamar al mozo y encargar, a su costo, es decir, al de ella, que de seguro lo dejaría hacer con tal de recibir de una vez por todas la terrible noticia, un crepe de espinacas sutilmente rodeado por guindas de muzzarella, vino de la casa y de postre un charlote –el chocolate caliente en un jarrito aparte, por favor—. En el tiempo en que tardarían en preparar el pedido Pereyra le narraría con lujos de detalle lo que habría averiguado, eso que no aparece nunca en las fotos, es decir cómo su marido y la amante caminaban por aquella vereda de algún barrio tranquilo y se miraban a los ojos, demorando el momento en que debían separarse después de haber pasado las últimas dos horas encerrados en una habitación de hotel. Planeaba conseguir alguna foto de una mujer cualquiera, junto a un sujeto que, de espaldas, pudiera ser el sujeto de la foto; de seguro con eso bastaría para convencerla. Pensar en hoteles hizo que Pereyra imaginara a Marta recostada en una de esas camas redondas, su cuerpo desnudo bañado por las luces que inundaban el cuarto de rojo, de azul, de verde, mientras que en el reflejo de algún espejo colocado Pereyra se vería a si mismo sostener un vaso lleno de whisky que ella misma habrá pagado, al igual que la habitación y el sombrero, haciéndose, también cómplice, la ve de la victoria, el calzoncillo un poco bajo, y la sobaquera con el arma todavía puesta.

 

A todo esto había bajado a la calle, ahora que tenía dinero entraba al salón de un pizzería. Pidió dos porciones de fainá, solo eso, se prometió bajarlas con un trago de whisky en cuanto regresara a su oficina, y no con aquel miserable vaso de agua de la canilla que el cajero muy amablemente le había ofrecido pero que de todos modos no lo conformaba, porque ni siquiera se trataba de un vaso limpio y los dedos se le resbalaban en el vidrio aceitoso tanto que un par de veces estuvo a punto de caérsele al piso. Ahora levantaba el vaso a la altura de los ojos para ver las miguitas que flotaban en el agua, y pensaba que si quería sacaba su Colt, con un rápido movimiento de la mano por entre las solapas del saco azul le enseñaba su arma al cajero y se llevaba la recaudación del día. Pero no tenía el coraje de hacerlo. Mientras tanto, un hombre entró al local, y por un momento se sumó el ruido de la avenida al murmullo de la gente ahí dentro mientras la puerta se demoraba en cerrarse. Vio hacia la mesa de al lado, y quiso ser el dueño de la mano que ahora llenaba los vasos con cerveza. Se acomodó el saco, metió la camisa dentro del pantalón y sin lograr desviar la vista de la espuma que rebalsaba el vidrio saltado de los vasos, pensó en preguntarles si no podían hacerle el favor de convidarle un poco. Con el rabillo del ojo pudo notar que el cajero lo miraba. Los tipos volvían a llenar sus vasos, y Pereyra calculó que ya no debía quedarles mucho. Tomó el platito de metal y lo dejó en la barra, se limpió las manos y después de darse vuelta y de mirar a su alrededor para fijarse si el cajero –que ya no estaba del otro lado del mostrador— todavía lo observaba, se dijo que con que le convidaran un poco, apenas un dedito de cerveza, podía tirar hasta la noche. Los muchachos parecían buena gente, ellos entenderían. Dio dos o tres pasos hacia la mesa hasta que alguien lo tomó del hombro. De espaldas, Pereyra debió escuchar que los borrachines no podían molestar a los clientes. Era el cajero que lo sorprendía. Prefirió no hacer escándalo, caminó hasta la puerta y sin mirar a los que lo miraban salió a la calle.




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