La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

26.1

Don Julio quiso salir de la habitación, no le gustaba enredarse en esos detalles, incluso hubiera preferido no haber escuchado nunca esas palabras en la voz estúpidamente infantil del ayudante de limpieza; así que guardó la cinta métrica otra vez en el bolsillo y esperó a que el cura confirmara la orden. De este modo se sentía menos responsable de lo que estaban por hacer.

-Si, dijo el cura, pero tené cuidado, Ernesto. No le vayas dejar el cogote todo colorado o se van a dar cuenta.

Y los dos, don Julio y el cura, salieron al fin del cuarto para dejarlo hacer.

-Esperemos abajo, dijo don Julio. Temía que los sonidos que pudieran escucharse del otro lado de la puerta le dieran nauseas. El cura obedeció y lo siguió, y los dos bajaron las escaleras, fueron hasta el altar y se detuvieron frente a la cruz.

-¿Estás seguro de que el cuerpo se va a conservar bien a lo largo del tiempo? preguntó don Julio con algo de desconfianza.

El cura reflexionó durante unos segundos.

-Si lo llenamos con formol por dentro, y le damos una mano de laca por fuera, va a parecer como de cerámica. Además, cuando esté clavado allá arriba nadie va a ir a tocarlo.

-No sea cosa que la iglesia se nos empiece a llenar de moscas…

El cura volvió a quedarse en silencio.

-Vea, don Julio… ya le conté que la idea no se me ocurrió a mí, sino que me vino en un sueño. Fue él quien me explicó lo que teníamos que hacer.

Y al decir esto el cura miró hacia arriba, hacia los techos mudos de la iglesia. Y agregó.

-En ese mismo sueño, también me dijo que la persona que me ayudara tendría ganado el cielo.

Don Julio miró hacia la nada que el cura se había quedado viendo, allá en lo alto. Y para sí mismo se dijo

-Espero que eso sea cierto, porque es lo único en este mundo que todavía no puedo comprar.

 

El ayudante de limpieza se frotó las manos para hacerlas entrar en calor, y comenzó a trepar por la cama hacia Pereyra. La mosca advirtió el peligro que se avecinaba y huyó desde la nariz hacia un rincón oscuro del cuarto. Y Pereyra, que había estado entrando y saliendo de un sueño donde dos tipos revolvían una olla en la que lo cocinaban a fuego lento, comenzó a sentir su propio cuerpo blando y caliente y vivo otra vez. Las pastillas que le habían metido en las facturas habían hecho bien su trabajo, pero su efecto ya se disolvía. El ayudante de limpieza se le montó encima, con cuidado de no despertarlo le rodeó el cuello con sus manos, lentamente, y comenzó a ejercer presión. Y en ese momento Pereyra se supo atado de brazos y piernas, y comprendió que la realidad era incluso peor que su propia pesadilla. Dejó que el tipo que tenía encima se acomodara y ganara confianza, y sin abrir los ojos le metió un tremendo rodillazo en los huevos, que lo dobló y lo tiró al piso. Los pañuelos de seda no habían resistido lo que se esperaba de ellos, eran piezas hermosas con motivos orientales bordados en hilos negros sobre un fondo rosa pálido, y se rompieron con cierta facilidad. Un grito ahogado, animal, venía de la boca del ayudante de limpieza, tirado al costado de la cama. Pereyra tiró de los brazos, se liberó de esos pañuelos, tiró de la pierna que le quedaba todavía atrapada y se levantó. Y, con el pie que no había recibido el balazo, al ayudante de limpieza le metió en la cara una patada tan brutal que le hizo volar tres dientes, aunque de todos modos ya estaban flojos y careados. Luego buscó con la mirada, y solo atinó a ponerse el saco. Don Julio y el cura, alertados por los ruidos, comenzaban a subir por las escaleras. El ayudante de limpieza lo tomó de una pierna, y Pereyra le metió otra patada en la cabeza, que esta vez lo dejó inconsciente, con los ojos abiertos y los labios medio torcidos, como la boca de un payaso triste y llena de sangre. Los pasos de los otros dos sonaban cada vez más fuerte del otro lado de la puerta. Pereyra supo que estaba atrapado, tanteó el bolsillo del saco con la esperanza de que ahí estuviera todavía su Colt, pero no estaba. Escuchó en el pasillo las voces de dos hombres que venían a su encuentro. Entonces abrió la ventana y se asomó a la noche, sabiendo que ese era el final de los huesos sanos dentro de sus piernas. Y sin pensarlo dos veces, se sentó en el alfeizar de la ventana y se arrojó al vacío.  

 

Un estruendo fuerte se escuchó tras el vértigo de la caída. De repente Pereyra estaba de espaldas, sobre una chapa que se abolló tomando su forma, y la cabeza dio contra un vidrio que se astilló en mil pedazos. Desnudo, salvo por el saco que llevaba puesto y las zapatillas, sangrando por varios lados, en el refusilo de la noche alcanzó a girar la cabeza y encontró el rostro del sujeto de la foto y el de Marta facetados detrás de los cristales rotos. Lo miraban a los ojos, sin sorpresa, como si hubiesen estado esperando verlo caer delante de ellos, justo ahí, sobre el capot y el parabrisas de su auto. Pereyra supo que alucinaba, pero no. El Falcon del sujeto de la foto lo había salvado de darse los huesos contra las baldosas, porque se había detenido sobre la vereda justo debajo de aquella ventana por donde se había arrojado al vacío. A los pocos segundos sintió en las tripas que el auto vibraba, se ponía en marcha, se movía, daba marcha atrás, luego arrancaba con él encima del capot y la cabeza hundida en el vidrio roto del parabrisas, las ruedas rebotaron al bajar el cordón de la vereda, las luces delanteras habían quedado bizcas por el peso de Pereyra en la caída, y el auto aceleraba, aunque no del todo, para que el bulto que portaba sobre el capot no rodara y se cayera a la calle. Los dos lunáticos que pretendían crucificarlo se asomaron por la ventana y vieron como se llevaban a su Cristo encima del auto. Iba desnudo, Pereyra, como se pasea por las calles del pueblo al chancho que se está por sortear en noche buena, y justamente por eso, tuvo la certeza de que se lo llevaban para terminar de reventarlo en otro lado; de todas formas, se aferró como pudo al auto que lo sacudía cada vez que frenaba en una esquina para doblar y seguir su marcha, aunque ya no le quedaban fuerzas ni siquiera para comprender lo que sucedía. No estaba seguro si se había o no se había roto todos los huesos, ¿importaba ya? y en la consecuencia inmediata a la contusión en la cabeza, o gracias al efecto residual de las pastillas que le habían dado, en un momento determinado cerró los ojos y aflojó los brazos, envuelto en el triste alivio de saber que se moría.  




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