La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

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Pereyra tenía hambre, y con hambre no podía pensar. La última comida caliente que había tenido había sido al menos cuatro días atrás. Llamó al mozo: Dos cafés, por favor. Tuvo que morderse la lengua para no pedir también un vaso de vino de la casa, lleno hasta arriba.

Una camioneta pasó con un alto parlante a todo volumen. Promocionaban un circo, tenían leones de verdad, jirafas de verdad payasos entrenados. Marta se acomodó en la mesa, y comenzó a contarle el caso. Pereyra no le prestaba mayor atención. El asunto era de lo más ordinario: El marido infiel se iba de casa a mitad de la noche, después de sorpresivos llamados telefónicos, volvía perturbado y ella no se atrevía a preguntarle nada por miedo a que se enojara. Él siempre estaba molesto, como nervioso.

Pereyra reflexionó unos momentos, al menos hacía como si pensara. El café lo había despertado, pero el estómago le pedía algo que digerir.

-Yo puedo seguir a su marido durante un tiempo, reunir las pruebas que usted necesita...

-Sígalo a todos lados, dijo Marta. A partir de esta misma noche.

Sus palabras sonaron como una orden, abrió su cartera y de allí sacó un sobre.

-Aquí hay una foto de mi marido y algo de dinero. Es todo lo que tengo por ahora, pero prometo conseguirle más. Detrás de la foto escribí la dirección de nuestro apartamento. En cuanto sepa algo quiero que me lo informe.

-Deje todo en mis manos.

Pereyra buscó al mozo con la mirada. Marta ya se había levantado de la mesa y caminaba hacia la salida. Ahora él debía pagar los dos cafés. Eso no estaba en sus planes. Esperó a que ella saliera del bar para abrir el sobre: en una foto en blanco y negro, un sujeto de unos cuarenta años con cara de pocos amigos: el marido infiel. Y lo más importante, los billetes. Los contó, y con sorpresa descubrió que había más de lo que él hubiese pedido por el trabajo completo. Pero ¿cuánto se cobraba por un trabajo así? No tenía la menor idea. Hacía al menos tres años que nadie lo contrataba. Con el dinero que Marta le había dejado podía pagar la cuenta y todavía quedaba como para vivir diez o quince días sin problemas. Ni pensar en cancelarle la deuda a Susana, mucho menos pagar las expensas del edificio.

Mozo, gritó Pereyra, ya sin los buenos modales que había tenido frente a la mujer. Y pidió una buena milanesa napolitana y un vaso grande de vino tinto de la casa.

 

Cuando regresó al edificio, el lugar donde vivía y tenía instalada su oficina, la camioneta del ejército ya no estaba. Pereyra alzó la mirada para ver el cielo recortado entre las moles grises de hormigón y los cables eléctricos que cruzaban la calle para saber si ya eran más de las cinco de la tarde. Pero no estaba seguro, y no quería encontrarse con Susana; tenía miedo de tentarse y de compartir con ella algo del dinero que acababa de recibir. Así que siguió de largo, sin saber a dónde ir, hasta que, varias cuadras más adelante, entró en un local angosto que llegaba casi hasta el pulmón de manzana, dónde los clientes perdían la tarde entre pilas de libros y penumbras de papel. Se acercó a una repisa de ofertas y abrió lo primero que encontró. Un libro de poemas; leyó los tres primeros versos y volvió a cerrarlo. Basura, pensó Pereyra. A partir de ahora debía montar guardia donde vivía el sujeto de la foto, y seguirlo a todos lados. Abrió otro libro, cocina francesa. Más basura. No podía ser tan difícil el asunto, mucho no necesitaba hacer: una foto con la amante al subir al auto, otra al besarse, una más al entrar en algún hotel alojamiento. Abrió una novela, era de un chileno, el protagonista era un detective salvaje; Pereyra se preguntó quién compraba esa clase de libros. De pronto un empleado del local, un mocoso que no debía tener dieciocho años, se le acercó. En voz baja le dijo.

-Disculpe, señor, pero me parece que lo que anda buscando está por allá atrás.

Con la mirada el muchacho le mostraba un sector apartado de la librería, que se iniciaba detrás de unas cortinas de colores y de los más ordinarias, hechas de tiras de plástico que colgaban del techo; ahí se exhibían, con cierta discreción, distintas revistas y videos VHS pornográficos. Pereyra miró al pibe a los ojos, iba a hacerse el ofendido, pero aceptó la invitación. No porque fuera a gastar unos pesos en esas cosas, sino para ver si encontraba a Roberto. El tipo solía pasar el tiempo ahí, buscando material nuevo para su negocio, y Pereyra necesitaba hablar con él.

 




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