La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

2.1

Minutos después, de vuelta en su despacho, sentado en la cama, todavía algo dormido, desnudo y a medio secar, pensó en la guardia que debía hacerle al sujeto que aparecía en la foto que Marta le había entregado el día anterior. Se fijó la hora en el reloj. Había dormido demasiado. Tal vez el sujeto ya se habría ido al encuentro con su amante. Al comenzar a vestirse –mismas medias, mismo calzoncillo— recordó llevar cámara de fotos y en especial el arma que guardaba en la caja fuerte. Se asomó por la ventana, la noche se desplegaba a lo largo de la avenida, antes de salir abrió el sobre de figurita que le quedaba, y así roto como estaba lo volvió a guardar.

 

 

Más tarde estacionó frente al edificio de la guardia, desde donde podía ver la entrada principal del edificio: una pequeña escalera de granito conducía a una puerta de vidrio con picaporte de bronce, todo bien iluminado bajo la luz de cuarzo que colgaba sobre la calle. Dentro del hall de entrada, alcanzó a ver dos puertas que debían pertenecer a los ascensores. Pereyra se acomodó en el asiento, apagó el motor y puso la llave en contacto; le dio un golpe al tablero, pero la radio seguía sin funcionar. Notó que no había garaje, por lo tanto, cualquier persona que entrara o saliera debía hacerlo por la puerta principal o por la de servicio, que ahora descubría a la derecha, junto al edificio siguiente. El sujeto de la foto podía aparecer por alguna de aquellas puertas y él debía ser capaz de reconocerlo, de encender el auto sin llamar la atención y de seguirlo. Puso la foto que Marta le había dado sobre el tablero. La observó. Marta sólo había escrito la dirección y el piso, así que Pereyra no podía saber si el apartamento daba a la calle o al contrafrente. De todos modos, trepó con la mirada por los balcones hasta llegar al sexto piso.

Pasó sentado dentro del Rambler varias horas, hasta que comenzó a dolerle la cintura cerca de los riñones. Se acomodó en el asiento del acompañante y apoyó la espalda contra la puerta. Así estaba un poco mejor. Pero la espera era larga y aburrida, y en algún omento comenzó a pensar que tal vez ese trabajo no era para él, hasta que un movimiento en la puerta lo sobresaltó: una mujer de unos setenta años salió del edificio con un perrito blanco vestido con un pulovercito rojo. Pereyra se apostó a si mismo que si el animal mojaba el tercer árbol, él tomaría un nuevo trago de whisky, pero el perro se decidió recién por la columna de alumbrado cerca de la esquina; de todos modos, Pereyra se llenó la boca con lo que había llevado dentro de su petaca. Un patrullero en los espejos del Rambler se detuvo a mitad de cuadra, y desde el habitáculo alumbraron con la luz de una linterna el interior de un taxi vacío estacionado cerca de la esquina. Si los policías se acercaban, él diría que esperaba a alguien -¿A quién?- que el motor se había calentado –el capot estaba frío. No debía dejar que se empañaran los vidrios del auto, eso llamaba la atención. Los policías sabían de guardias y de esperas. El patrullero pasó despacio junto al Rambler. Pereyra tapó la petaca y la dejó caer entre sus piernas, y fijó la mirada en una mancha del parabrisas. Si los policías registraban su auto descubrirían el arma oculta en la guantera. Entonces habría gritos, empujones, golpes, y un violento viaje en la parte trasera del patrullero rumbo a la comisaría. Y una vez allí, más gritos, más golpes, pasar la noche detenido –con suerte sólo una noche— y tener que dormir en el piso de algún calabozo con una manta mojada para protegerse del frío.

Un hombre salió del edificio. Llevaba puesto un saco de cuero, pantalón oscuro, y pasó junto a la mujer del perrito sin saludarla. El patrullero llegó a la esquina y dobló. Pereyra se hundió en el asiento y puso el auto en marcha. ¿Era el sujeto de la foto? Con los nervios no se había podido fijar bien. El hombre se movía con tranquilidad, pero en realidad había cautela en sus movimientos. Era el sujeto que aparecía en la foto, ahora ya no había dudas. Pereyra abrió la guantera: un sudor en las manos hizo que el arma resbalara y cayera sobre el asiento. ¿Estaba cargada su Colt? No se había fijado. El hombre se acercó al cordón de la vereda, miró hacia ambos lados de la calle y cruzó. Pereyra volvió a mirar la foto en el tablero. Cerró la guantera y dejó su Colt en el bolsillo del saco. El sujeto de la foto metió la mano dentro del saco –sí, el tipo ese era el marido de Marta, no podía ser otro— y abrió la puerta de un Falcon estacionado varios metros adelante de su Rambler; se demoró unos segundos en encender las luces hasta que Pereyra escuchó el ruido del motor. De repente el Falcon se perdía de vista, sin embargo, las cuadradas luces rojas al final de la calle le daban una última oportunidad. Pereyra se fijó en el espejo retrovisor que no pasara nadie. Ahora debía pisar el embrague, poner primera y acelerar. Ya lo imaginaba: foto uno, el sujeto de la foto yendo al encuentro con alguna mujer; foto dos, el sujeto y su amante frente a una ventana; foto tres, cortinas que por un momento se inflan con el viento; foto cuatro, dos cuerpos desnudos iluminados por la tenue luz de un velador. En una mesa de algún bar sus palabras le darían sentido a la imagen —una imagen borrosa, un hombre que puede ser cualquier hombre contra el cuerpo de cualquier mujer— y un sobre lleno de dinero que cambiaría de mano por el trabajo tan bien realizado, además del llanto de Marta ante la traición de su marido que lo acercaría a ella todavía más. Pero el Falcon se alejaba y su Rambler no se movía un solo centímetro de donde lo había estacionado. Ya no pensaba en el sujeto de la foto, y tampoco pensaba en Marta. Los policías podían regresar en cualquier momento, en un patrullero o en un auto de civil. Ahora ya solo eran dos puntos rojos, las luces del Falcon a lo lejos. Pereyra sintió la boca seca y la respiración entrecortada. Se aferró el volante para calmar el temblor en las manos y cerró los ojos para soportar la puntada cerca de la sien. Bajó la ventanilla, pisó el embrague y puso el cambio. Pero no aceleró. En cambio, acercó el pico de la petaca a la boca y tomó un largo trago. Debía reconocer que tenía miedo, y ese miedo lo llenaba de bronca.




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