La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

3

A las diez y media de la mañana, Pereyra no pudo evitar oír desde su nido de sábanas el movimiento de llaves en la cerradura. Era Susana, su secretaria. Por la puerta entornada de su despacho la vio acomodar la silla, sentarse en el escritorio de recepción, comprobar que el teléfono tuviera tono y cruzarse de brazos. Por el resto de la mañana no había otra cosa más que hacer.

Pereyra bajó la mano al piso y sin mirar encontró la botella; por su peso supo que no quedaba mucho, eso significaba que debía racionar los tragos: uno al despertar, ya cerca del mediodía; otro a la tarde; dos más a la noche, antes de irse a dormir. Pero sabía de antemano que no iba a cumplir. Se tapó con las sábanas y se quitó las medias con los pies; los ruidos del tránsito llegaban con el calor de la calle. Susana encendió la radio, una spika mal conservada. La mañana pasó entre el ruido de la calle y los boletines informativos que nada informaban de lo que sucedía en realidad. Cuando por fín comenzó la novela, con los diálogos venezolanos que provenían desde living, Pereyra imaginó la escena en la panatalla del televisor: alguien entraba, preguntaba por la muchacha de la limpieza, una mujer respondía con monosílabos, ruidos de sillas, una música suave, iban a un corte. Segundos después, su cuerpo se volvió blando y pesado, el ruido del tránsito se atenuaba y el murmullo perdía sentido, así que de espaldas sobre la cama se dejó hundir dentro del pecho, hasta que una sensación de alivio o de perdón o de sueño le permitió relajarse y volver a dormir.

-Pereyra...  La voz de Susana.

Él abrió los ojos.

-Teléfono, Pereyra. Despierte. Es para usted.

Pereyra se incorporó en la cama, Susana hacía que veía para otro lado, le acercaba el teléfono; Pereyra estiró el brazo y atendió. Pero del otro lado de la línea no hubo respuesta. Colgó y esperó unos minutos, pero no volvieron a llamar. Antes de levantarse, acercó la botella a sus labios y por un momento respiró el aroma del whisky; ya había tomado el trago que correspondía al desayuno, ahora debía esperar hasta la tarde. Sabía que iba a fallarse, pero se engañaba igual. Empotró la cama, corrió el escritorio y las sillas y el dormitorio se transformó en su despacho. Tapó la botella, se acomodó en su escritorio y se dispuso a mirar por la ventana. Como Susana, él tampoco tenía otra cosa que hacer. Pensó en el sobre de figuritas que todavía conservaba en el bolsillo del saco, pero logró superar la tentación. Cruzó los brazos sobre el escritorio y apoyó la cabeza. Si se quedaba inmóvil, si miraba alguna mancha en el vidrio de la ventana, si lograba de algún modo perder la noción del tiempo, entonces llegaría la tarde, y con la tarde, un nuevo trago, y así pronto llegaría la noche, y con ella, dos tragos más. Era lo que se había prometido. Un trago por la mañana, uno por la tarde, dos por la noche. Abajo, en la calle, la gente parecía tener cosas que hacer. Ahora Susana estaba ahí, apoyada en el marco de la puerta, desde donde lo miraba. Había dejado su escritorio para venir a molestarlo una vez más. Pereyra se levantó de su silla y así como estaba –calzoncillos rojos, camiseta blanca- se dispuso a ir al baño.

-Buenos días, dijo Susana con su mejor tono de sarcasmo.

-Déjeme pasar.

Susana le cedió el paso. Sin que se diera cuenta, Pereyra había entrado al baño con la botella de whisky colgando de la mano. Cerró la puerta y puso el pestillo. Ahora que sentía el alcohol arder en la garganta, llegar al estómago revuelto, invadir la sangre, y desde el espejo dos huecos oscuros lo miraban con reproche, quiso evitarse y se sentó en el piso del baño –la espalda contra la puerta- y en el eco azulejado de su respiración se prometió ya no volver a tomar. Por lo menos hasta la mañana siguiente.

Minutos después salió del baño, se cambió y bajó a la calle. En un quisco de diarios leyó:

JUNTA  MILITAR  PROMETE  ELECCIONES  PRESIDENCIALES

MASIVO  ACTO  RADICAL  EN  PLAZA  DE  MAYO

Y en letras más pequeñas, abajo:

PROHIBEN  UNIFORME  DE  MARINERITO  EN  OBRA  INFANTIL

 

Al pasar por delante del bar El Tuerto el mozo le hizo un gesto con la mano, como si llamara a un perro. Quiere que pague lo que debo, pensó Pereyra. Se acercó a la puerta para mentir la semana que viene, cuando el Tuerto lo vio desde la caja.

-Tenemos que hablar, dijo el tipo.

Era un anciano ya, Pereyra especulaba con que su deuda se cancelara con su último respiro.  Pero había en la invitación un esfuerzo de cortesía, algo que le llamó la atención, libre de las amenazas de siempre. Así que entró, se sentaron a una mesa, lejos de las otras mesas ocupadas.

-Mire, Pereyra. Quédese tranquilo que no es para cobrarle nada.




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