La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

3.1

Un tango nacía en la radio abandonada sobre el mostrador; del otro lado, una máquina de hacer café, algunos platos de loza y unos pájaros que volaban en un viejo cuadro lleno de polvo, y que nunca se escapaban a ningún lado.

El mozo regresó con un sándwich. Sin disimulos Pereyra levantó la rodaja de pan para inspeccionar su interior; las fetas de jamón eran el doble de gruesas que de costumbre, lo que incrementaron sus sospechas.

-No me agradezca. Mire, Pereyra. Estuve pensando algo.

Pereyra se adueñó del sándwich. El día, después de todo, no comenzaba tan mal. 

-En esta cuadra hay tres bares, dijo el Tuerto. Y contando la pizzería de enfrente somos cuatro. ¿Me explico?

Pereyra no dijo nada, aunque empezaba a comprender. El sándwich había sido de su agrado, pero ahora que lo terminaba quería más. Un nuevo sandwich y una cerveza. Así que fingió interés.

-Mire, Pereyra. Usted sabe que esto, mal que mal es lo único que tengo… Levantó la mirada hacia las paredes que se descascaraban en los ángulos del techo, y siguió. Para colmo, con todas estas marchas que hacen y los actos... hay días que tengo que cerrar o me rompen todo. ¿Para eso quieren la democracia estos muchachos?

El Tuerto hizo silencio y Pereyra supo que debía decir algo.

-Me cago en la democracia, dijo Pereyra.

Lo dijo por decir, para seguirle la corriente al Tuerto, y porque quería una cerveza. El mozo que lo acompañaba apartó la mirada hacia las sombras de la calle.

-Este bar lo abrió mi finado padre, hace más de setenta años. Que en paz descanse el viejo. Bueno, voy a serle sincero. Mire, Pereyra. Lo voy a tener que cerrar o me van a comer los piojos.

Pereyra bajó la mirada hacia las marcas de la mesa hechas por miles de clientes durante miles de años. Y otra vez por decir algo, dijo:

-Setenta años es mucho tiempo.

Pereyra se enteraba de cosas que no le interesaban, él no quería estar ahí, entre aquellos dos: la presencia del mozo le molestaba casi tanto como las palabras que el Tuerto dejaba caer sobre la mesa. Pero la posibilidad de un nuevo sándwich lo alentaba. Un nuevo sándwich y una cerveza. Pereyra se concentró con la esperanza de transmitirle al Tuerto sus pensamientos.

-Lo que le voy a pedir no es fácil, pero estoy dispuesto a recompensarlo. Mire, Pereyra. El Tuerto miró al mozo, el mozo sirvió en un vaso pequeño de bordes no muy limpios algo de cerveza.

-Bueno, no sé bien cómo decir esto, lo que quiero…  usted sabe que yo sería incapaz de hacerle daño a nadie - el Tuerto puso cara de estar a punto de llorar, pero no lloraba. Miró al mozo que a su vez miraba a Pereyra.

-Escuche, Pereyra, es que ya no tengo alternativa.

Pereyra tragó la cerveza de un tirón. Quería más.

-Lo que necesitamos es que le arruine el negocio a los otros bares de la cuadra, dijo el mozo de pronto.

Pereyra calló, y durante unos segundos pensó en lo que había escuchado.

-No se confunda conmigo, dijo Pereyra haciéndose el ofendido, y movió el vaso vacío en el aire para que el otro entendiera.

Le sirvieron más cerveza, que Pereyra, con la garganta caliente liquidó de un trago. Nadie le había pedido que incendiara nada, pero a Pereyra no se le ocurría otra idea. Miró al Tuerto, luego al mozo. Se incorporó, y al hacerlo, la figura del Tuerto pareció desinflarse mientas que el mozo se pasaba la mano por las arrugas del pantalón.

-Píenselo tranquilo. Mire Pereyra, será bien recompensado.

Segundos después, con el eco de sus pasos en el salón vacío de gente, salió a la calle, y con el rabillo del ojo, entre las letras pintadas en el vidrio de la ventana, miró al Tuerto que volvía a acomodarse del otro lado del mostrador. Pereyra guardó los dos panes que había alcanzado a tomar antes de alejarse de la barra, y los guardó en el bolsillo interno del saco. No es que fuera a incendiar nada, pero si les seguía la corriente tal vez podía alimentarse de las intenciones pirotécnicas del Tuerto durante unas semanas más.




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