El sol matinal había colmado la habitación de Tamara con la luz de una primavera hasta entonces pálida. Pero la joven mujer no despertó hasta entrado el mediodía, y cuando lo hizo fue porque Delia, la mucama, insistió en tocar la puerta.
- ¿Señora García? ¿Se encuentra bien, señora?
- Bajaré enseguida, no te preocupes Delia. –respondió, intentando disimular lo acongojada que estaba.
Primero se sentó en la cama y ahí se quedó, con la cabeza agachada y los brazos colgando pesadamente. Ese mismo día estaba cumpliendo el cuarto año de casada con Damián García, pero él no estaba en casa una vez más y, de todos modos, Tamara no tenía ningún entusiasmo por celebrar. Este año la cena tendría lugar en uno de los famosos restaurantes del centro. Se trataba de una ceremonia pública y, por lo tanto, de otra de las actividades de campaña que acostumbraba realizar su marido desde que lo eligieron como candidato a la gobernación. Todos los momentos que debían haber sido para ellos terminaron convirtiéndose en las fotografías que la prensa publicaba periódicamente. Para ella, esas cosas eran de lo más insignificantes. Le aburría ser la esposa de un abogado con ambiciones políticas y convertirse en el centro de la atención por eso. Caminó hasta el baño de la habitación batiendo suavemente la cintura para deshacerse del camisolín. El roce del satén con la piel le hizo recordar las caricias de un viejo amante. Cierra los ojos y en descenso desliza la punta de sus dedos por el vientre. Busca el trance, la tibieza de la carne. Todavía se siente viva, aunque resignada. Bastó con un poco de presión para empezar a temblar.
- ¿Señora Tamara? -suena la voz de la mucama. – Sus padres se encuentran aquí.
Abre los ojos súbitamente y voltea para abrir la canilla. El agua helada hizo que todo quedara atrás de nuevo. Tamara se mira las tetas y piensa en la propuesta de Damián para operárselas. Pero a ella le gustaban así, como dos copos de nieve, creía que un busto comprado era lo más pequeño del mundo. <<Cuatro años…>>, suspiró.
Se viste con prisa y mientras baja las escaleras trata de cambiar su expresión. Acomodados en el sofá del living estaban sus padres, Carlos y Mariel Rodríguez, que la miraban con sendas sonrisas en sus rostros orgullosos. Tamara era la única hija, la única en haber terminado el secundario y, hasta unos meses antes del casamiento, la única en toda la familia Rodríguez que había ingresado a la universidad. Los tres se abrazaron, aunque la joven mujer estaba más prendida del padre, su consejero y protector.
- Vinimos a saludarlos, hija -decía la madre sin sacarse la sonrisa – pero veo que Damián no se encuentra…
- Tuvo una reunión en el extranjero, volverá esta tarde. –le interrumpió Tamara.
- Es una pena, me hubiera gustado felicitarlos a ambos. De todos modos, no queríamos molestar…
- No empieces, querida… Nuestra hija parece estar cansada ¿No es así, mi niña?
La mirada de Carlos era la única en la cual Tamara encontraba un amparo. Él sabía comprenderla bien y darle consejos. Aunque la última vez que hablaron, Carlos le dijo que siguiera a su instinto y habían pasado cuatro años sin que ella se animara a hacerlo.
- Anoche me acosté muy tarde y preferí quedarme en la cama para no tener sueño durante la cena.
- ¿Estás comiendo bien, hija? – inquirió la madre, y volviéndose a la mucama comenzó a llamarle - ¡Delia, Delia! Asegúrese de que Tamara tome siempre el desayuno.
- ¡Mamá! -se quejó Tamara – No te preocupes, Delia, mi querida madre es una mujer insistente…
- Preocupada… -le corrigió.
- Es que siempre estás dándole órdenes…
- ¿Acaso no trabaja aquí?
- Ya basta… Delia, no hagas caso. Y tú, mamá…
Mariel musitó algo e hizo un gesto a Delia para que no se olvidara de la orden. Molesto por la altanería de su esposa, Carlos intentó cambiar de tema, pero ninguna de las dos le estaba prestando atención. Se pusieron a ver fotografías mientras la madre le preguntaba los detalles de la cena y Tamara respondía con evasivas, demostrando su hartazgo. Cuando la visita llegó a su fin, el matrimonio se fue discutiendo en voz baja. Tamara los miraba desde la puerta y se preguntaba por qué su madre era así.
- ¿Está cansada, señora? –preguntó Delia con toda confianza.
- ¡Mi madre me agota…!
- La entiendo, señora. –vaciló.
- Al mismo tiempo ¿sabes?, y siento algo de pena por ella.
- ¿Pena? ¿Cómo es eso?
- ¡O tal vez sea vergüenza! El asunto es que parece vivir a través de mí… Damián es el hombre de sus sueños…
- ¿El suyo también?
Tamara responde con la mirada, haciéndose entender muy bien. Para Delia no era una sorpresa, y en el fondo se alegraba de haberlo confirmado. La joven vuelve a la habitación para derrumbarse en el medio de la cama. Con sólo estirar la mano alcanza a tomar el teléfono. Marca el número de Ana y espera a que suene, pero antes de que su amiga atienda, le corta. Necesitaba hablar con alguien que la conociera, al menos quien pudiera decirle lo que necesitaba escuchar. Pero no. Con el tiempo se había alejado de sus amigos y de aquellas cosas con las que soñaba. Toda su adolescencia estuvo diciendo que quería ser pintora. Estudiaba los cuadros de Monet intentando aprender algo magistral, y visitaba todas las exposiciones de arte que podía. Por las noches de verano le gustaba salir al patio trasero y quedarse durante largas horas leyendo las clases de Bellas Artes acompañada por su música favorita. Se la podía ver recostada en el pasto con los brazos extendidos mientras sonaba Chopin. Entonces movía la cabeza delicadamente, haciendo que sus castaños rizos se mezclaran con la hierba. Cuando Luna, su amiga de la infancia, la acompañaba, las dos reían y bailaban como niñas al son del merengue. Todo eso quedó en el tiempo, ahora la habían encerrado en una caja de cristal. Se pasaba las noches en el cuarto, mirando la televisión mientras Damián leía en voz alta sus discursos para pedirle opinión. <<Pero nunca me tiene en cuenta…>>, refunfuñó.