La Intérprete: Visiones

9

Al día siguiente Lisey decidió no entrar a la última clase, no lo consultó con sus amigos por temor a que le preguntaran el motivo o, peor aún, que quisieran acompañarla.  
Había pasado toda la noche meditando sobre la forma correcta de hacerlo. Y era que, ¿cómo llegar frente a alguien y decirle que su hijo muerto la había visitado? En el mejor de los casos la creerían loca, en el peor… pensarían que era una bruja, una adivina o que era una Discípula de Wayne; y, sin embargo, Lisey tenía que hacerlo. Se lo debía a aquel pobre muchacho, demasiado joven para estar muerto. 
Le había preguntado a su madre esa mañana si sabía algo del hijo de Marie Vallin. 
—¿Por qué te interesa? —le había preguntado Elena con suspicacia. 
—Escuché que había fallecido. 
—¿Escuchaste? ¿Lo viste? 
Lisey rodó los ojos. 
—De acuerdo, sí. Me pareció haberlo visto en la calle. 
—Sí, murió. Hace como tres semanas. 
Lisey se había quedado inmóvil unos segundos, pero se había recobrado casi de inmediato. 
—¿Sabes de que murió? 
—Me parece que fue en un accidente de auto —pero a su madre no le bastaba con eso, Lisey la conocía y debía estar al tanto de todo—. Fue horrible. Pobre muchacho, un fierro del auto con el que chocó se desprendió y le cortó la cabeza. La encontraron a casi un kilometro del lugar del accidente. 
No necesitaba enterarse de todo, pero su madre siempre se encargaba de enterarse del chisme completo. Lisey pensó en ello mientras caminaba por las calles, rozando la cadena del relicario que llevaba en el bolsillo del suéter.  
Lisey se detuvo frente a las puertas azules del negocio, con el letrero de “Abierto” colgando en ellas. Se veía alegre y optimista. Deseó que eso le sirviera de algo para lo que tenía que hacer. 
Abrió la puerta. El interior estaba fresco y el ambiente estaba cargado con una canción popular de música de fondo y el olor a café y grasa flotando en el aire. Lisey miró en todas direcciones. Sólo había dos mesas ocupadas. No le sorprendió considerando que las clases todavía no terminaban.  
No se veía a ninguna de las dos jóvenes meseras, ni a la señora Vallin, quién era la gerente.  
Quizás debería marcharse e intentarlo en otro momento… 
No, se dijo con severidad, era ahora o nunca. Si se acobardaba en aquel momento y se iba sabía que ya nunca lo haría. Respiró hondo y se acercó al mostrador, había un timbre de mesa sobre este y Lisey lo hizo sonar. 
—En serio, Fred —escuchó entonces la voz de una chica proveniente de una de las mesas ocupadas —deja ya de hacer eso. 
—¿Por qué? A Jonathan le divierte. 
—A mí también —replicó otra voz, la de un chico. 
Lisey se volvió ligeramente, aunque ya sabía de quién se trataba. La Pandilla de Capullos, como los había bautizado Rodrigo. Ninguno la miró, parecían más interesados en su conversación. Fred estaba sentado en la esquina, con Jonathan y Matthew a sus costados, Regina y Beverly al lado de estos. Lisey no se llevaba especialmente bien con ellos, pero Bev le parecía una buena persona, una chica tímida y dulce. 
—No me gusta que lo hagas —siguió reprochándole Regina a Fred —me incomoda. 
—Fred —habló Jonathan, con una curiosa voz nasal —no lo hagas más cuando estés con nosotros. 
Fred rodó los ojos con fastidio. 
—De acuerdo. No lo volveré a hacer —y puso cara de niño bueno. 
Lisey se fijó en que Newton parecía su líder y pensó en algo que ya había notado, a saber, que Fred parecía capaz de hacer cualquier cosa que este le pidiera. Se preguntó de que estarían hablando. ¿Qué era eso que tanto le molestaba a Regina que Fred hiciera? 
—¿Puedo ayudarte? —preguntó una voz suave. Lisey se volvió. Era una de las meseras, una joven de piel aceitunada y brillante cabello negro. 
—Estoy buscando a la señora Vallin. 
—La gerente no se encuentra. 
—¿Sabes cuándo estará aquí? —la chica se encogió de hombros—. Vale, ¿sabes dónde puedo encontrarla? 
—Supongo que en su casa —Tess, que así se llamaba la chica según su gafete, se mostró un tanto apesumbrada —imagino que ya sabes lo que le pasó a su hijo.  
—Sí. Lo sé —y se contuvo de añadir que esa era la razón por la que la buscaba. 
—Ve a su casa, aunque no es seguro que te reciba. 
—¿Sabes dónde vive? 
—En ese bloque de apartamentos de la calle Tales. 
—Sé dónde es —respondió la pelirroja un poco animada —gracias. 
—Sería bueno que lograras convencerla de volver. Antes de que pierda su empleo.  
Lisey asintió, dándose la vuelta para irse, topándose al momento con cinco pares de ojos fijos en ella. Frunció el ceño, pero paso de largo, decidida a ignorarlos.  
—¡Eh, ustedes! —llamó la mesera, mientras Lisey salía del local —está prohibido fumar. 
El frío viento le azotó la cara y Lisey lamentó no haberse puesto una bufanda. Tenía una verde que le iba muy bien. 
Se apresuró a caminar, con la cabeza baja, intentando protegerse del viento. 
¿Qué iba a hacer? ¿Contarle toda la verdad o mentirle y sólo darle el relicario sin más? Aunque podía simplemente decir que lo había encontrado tirado en él suelo, pero, ¿cómo explicar que sabía quién era el dueño? No lo había conocido en vida. 
Entonces se le apareció la imagen del muchacho, aquella que se había presentado en su habitación, tenía una marca en el cuello, pero… Finn Vallin había sido decapitado. Se cosió la cabeza para ir a verme, pensó la pelirroja y tuvo un escalofrío.  
Llegó al bloque de apartamentos, el cual conocía bastante bien, ya que era a dónde Marcelo se había mudado con su madre cuando sus padres se divorciaron. No había preguntado el número de apartamento porque sabía que los timbres tenían escritos los nombres de cada dueño. No le costó ningún esfuerzo encontrar el nombre de Marie Vallin grabado en la pared.  
Lisey tomó aire con fuerza, armándose de valor, deseando haberle pedido un poco de este a Chris por la mañana, pero a lo hecho, pecho. Oprimió el timbre. No hubo respuesta, así que lo hizo de nuevo. Aguardó en silencio. Una parte de ella deseaba que la mujer respondiera, pero otra parte no lo deseaba ni un poco.  
Lisa volvió a oprimir el pequeño botón blanco. Y esta vez, sí, la bocina emitió un suave chasquido. 
—¿Quién es? —casi gritó la mujer. 
—¿Señora Vallin? Mi nombre es Lisa Marsh y… 
—¿Marsh? —replicó la mujer —la bonita, ¿no? 
—Eh… —Lisey vaciló. 
—¿Qué es lo que quieres? 
—Me gustaría hablar con usted. ¿Me permite pasar? 
—¿Para qué? 
¿Cómo responder a esa pregunta? ¿Soltarle la verdad sin más? La mujer no sólo no le abriría sino que llamaría a la policía. 
—Es algo muy delicado. No me gustaría que lo habláramos por este medio. 
La mujer no respondió. 
—Es algo que puede interesarle —insistió Lisey, no muy segura de si lo que decía era cierto.  
El silencio al otro lado se prolongó. Lisey se preguntó si acaso la mujer se había ido, harta de tanta cháchara.  
—Pasa —respondió la mujer con una voz fría seguida del sonido de la puerta electrónica al abrirse.  
Lisey se fijó nuevamente en el número de apartamento de la señora Vallin, el treinta y tres y entró al edificio a toda prisa. No quería que la mujer pudiese cambiar de opinión. 
Había un pequeño ascensor, el cual generalmente no funcionaba, pero en esa ocasión parecía que sí. Lisey subió, rogándole a Sophia que la iluminara en lo que tenía que hacer; pero Sophia no era una buena consejera o al menos no lo era para ella. 
Marsh golpeó la puerta del departamento con los nudillos. Escuchó el arrastre de pies, tan parecidos al de los pies del abuelo de Chris antes de morir, cuando los miraba a todos con ojos de chiflado. 
La puerta se abrió. Marie Vallin tenía el cabello revuelto sobre los hombros, de un tono grisáceo. Usaba un largo camisón blanco manchado de comida, unas pantuflas hundidas y no parecía haber tomado una ducha en días. Sus ojos lucían apagados, sin color y sin vida, era como estar viendo un cadáver. Y la sensación no mejoró cuando vio sus brazos huesudos, con la carne colgando de una forma que causaba lástima. 
—Hola, señora Vallin. 
La mujer observó a la chica con detenimiento. 
—¿Qué era eso tan importante? 
—Me gustaría que habláramos adentro. 
Marie Vallin asintió y se volvió al interior del lugar. Lisey la siguió, tentada a morderse las uñas a causa del nerviosismo que sentía subirle por la garganta. 
La dueña de casa se dejó caer en el pequeño sofá color crema. Había algunos recipientes sucios, restos de comida y basura a su alrededor; y Lisey captó un olor desagradable, pero por más que miró a todos lados no supo identificar de dónde provenía. Vio una mesa a un lado, la cual estaba vacía. En las paredes había muchas fotos. Lisey reconoció al hombre que se había presentado en su dormitorio. 
Por Sophia, ¿cómo iba a hacer aquello? 
La mujer no dijo nada, no la invitó a sentarse ni le ofreció algo de beber, pero la miró con una expresión de dolor, libre de curiosidad. 
—Sé que se está preguntando que hago aquí. 
—Sí. 
—Pues yo… —Lisey carraspeó y se echó el cabello hacia atrás —quiero darle el pésame. Por la muerte de su hijo. 
Los ojos de la mujer brillaron y se llevó una mano al pecho, como si fuese víctima de un gran dolor. 
—De hecho, es de su hijo de quién vengo a hablarle. 
—¿Lo conocías? 
—No. 
—Entonces no puedes hablarme de él —y lo dijo en un tono seco. 
—Yo sé eso, pero… —Lisey se llevó una mano al bolsillo, dudó un segundo, pero finalmente lo hizo —creo que esto era suyo. 
Le mostró el relicario, sosteniéndolo apenas por la cadena. Marie abrió mucho los ojos, como si estuviera a punto de sufrir un infarto. Le arrebató la cadena y la miró con ojos acusadores. 
—¿De dónde lo sacaste? 
Lisey se asustó por un momento, pensando que la mujer sería capaz de cualquier cosa. Podría estar loca y resultar peligrosa. 
—Sé que esto sonara extraño y que quizás no me crea. No la culparía si no lo hiciera. 
Marie no dijo nada, pero la apremiaba con los ojos para que continuara.  
—Tengo un don. O una maldición, eso depende del punto de vista de cada quién. Yo puedo… puedo ver espíritus. Veo a personas que ya han muerto. 
Lisey pensó que no iba a creerle, que la echaría a patadas de su casa, pero no fue así.  
—¿Eres una purificadora? 
—Eh… no. No lo creo —pero se permitió un segundo para pensarlo antes de seguir —yo sólo veo espíritus y ellos me hablan a veces. No puedo… no puedo destruirlos. 
—Entonces… ¿has visto a mi Finny? 
—Sí —respondió Lisey con la garganta seca y el corazón latiendo a toda velocidad —él me pidió que le diera esto. 
—Es un regalo de su abuela —Mario abrió el relicario con un ágil movimiento de muñeca, mostrando una fotografía en el interior, un niño y una mujer mayor —Finny siempre lo atesoró. 
Y la mujer rompió a llorar, sujetando la mano de Lisey casi por inercia, como si el contacto físico con otro ser humano le diera algún tipo de consuelo. La pelirroja deseaba ayudarla, pero no sabía que más decir. Tomó asiento a su lado y le pasó un brazo por los hombros, dándole suaves palmaditas en la espalda. 
—¿Qué otra… cosa dijo? 
—Nada más. Él simplemente deseaba que usted tuviera esto. 
—No lo encontraron. Se perdió en el camino… cuando él… 
Pero no pudo terminar y Lisey entendió a lo que se refería. Había perdido el relicario que yacía en su cuello cuando fue decapitado.  
—Lo siento mucho —dijo Lisey en voz baja. 
—¿Él está aquí? 
Aquella pregunta la tomó por sorpresa, pero miró a su alrededor. El departamento estaba oscuro y maloliente, pero no había ahí nada más aparte de ellas dos. 
—No. 
—¿Puedes hacer que venga? 
Y la miró con desesperación, aferrándose a ella con fuerza.  
—No, lo siento —decidió que no quería seguir ahí, así que se levantó, soltándose del agarre de la mujer—. Tengo que irme, señora Vallin.  
—Pero, ¿y mi hijo? 
—No lo sé. Él quería que le diera eso y ya lo he hecho. De verdad tengo que irme. 
Lisey se volvió hacia la puerta, aferrándose a las correas de su mochila, la cual no se había quitado en ningún momento.  
—Niña, espera —Marie la miró con los ojos destrozados, oprimiendo el relicario contra su pecho —si lo ves de nuevo… ven de inmediato. 
Lisey no deseaba hacerlo. No quería volver a ver a esa mujer, sabía que no era amable, que la mujer estaba sufriendo, pero aún así… Entonces se le ocurrió una idea. 
—Lo haré si usted hace algo por mí. 
—¿Qué? 
—Aséese un poco, póngase ropa limpia y vaya a trabajar. Su hijo no desearía verla así. 
La mujer se miró con sorpresa, como si hasta entonces no se hubiera percatado de su aspecto. 
—Sí. No le gustaría —murmuró, pasándose una mano por la maraña de pelos que tenía en la cabeza. 
—¿Lo hará? 
—Sí. 
Lisey abrió la puerta, harta del olor del sitio. 
—La veré en la Búsqueda Soñada. 
Y la pelirroja salió antes de que Marie Vallin pudiera retenerla con sus lloriqueos y sus suplicas, con la culpa que ya sentía en el pecho por haberle ocasionado ese dolor, por reabrir esa herida que quizás nunca iba a sanar. 

 




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