Al día siguiente Lisey tuvo que declinar la oferta de sus amigos de ir al cine. Rodrigo había convencido finalmente a Chris de que lo mejor para él sería salir y distraerse. Marcelo fue más directo y le recordó a White que no era el fin del mundo, que había chicas guapas por todas partes y que él conocía a más de una que moriría por salir con Chris.
—Por ahora no podría —fue la respuesta un tanto confundida de Chris, pero accedió a ir con ellos al cine.
Lisey pensaba en ellos mientras se miraba al espejo, había decidido atarse el cabello y no dejaba de preguntarse que sería aquello que Leonardo deseaba mostrarle.
La pelirroja se mordió el labio inferior y miró por encima de su hombro, pero se encontraba sola. Le hubiese gustado que Amelia apareciera para tratar de sacarle un poco de información, porque seguía sin saber cómo era que ella y Leo se conocían. ¿Lo había buscado también al convertirse en fantasma?
Lisey tenía tantas preguntas por hacerle. Le había mandado un largo correo electrónico por la mañana, mencionando todas sus dudas e inquietudes. Leo había respondido al cabo de una hora con dos simples palabras: ya hablaremos. Lo cual sólo había contribuido a alterar más a la chica. Lisey era curiosa por naturaleza.
Se apartó del espejo y tomó su mochila de la cama, ya había terminado de leer dos de los libros y pensaba devolverlos, aunque se había asegurado de tomar muchas notas, casi como si se preparara para un examen.
Lisey bajó a la sala, lanzándole una breve mirada a Luke, quién jugaba en la sala. Su madre no estaba, pero de todas formas no importaba, Lisey se había asegurado de conseguir el permiso el día anterior. Claro que no había mencionado ni Leo ni a Amelia.
Salió de la casa con paso normal, bastante tranquila, como quién no le debe nada a la vida. Algunos mechones de pelo escapaban de su coleta, pero eso sólo servía para hacerla ver aún más atractiva.
Siguió andando por las calles, ignorando las miradas admirativas que recibía, tanto de hombres como de mujeres.
Lisey echó un vistazo al reloj de su muñeca, todavía era temprano. Pensó en su manía de llegar diez minutos antes a cada lugar al que iba, pero esto no era del todo su culpa, ya que su madre le había inculcado esas ideas desde que era una niña pequeña.
Atravesó las altas puertas de cristal que custodiaban la entrada a la biblioteca pública de Bell Wood.
La joven observó con aire distraído a las personas que esperaban frente a una de las recepcionistas. Había ido a ese lugar desde que tenía uso de razón, muchas veces acompañada únicamente por Rodrigo. Aunque a últimas fechas los libros impresos ya no parecían gustarle tanto a su amigo; y todo por culpa de sus chismes electrónicos, él juraba que era mejor leer a través de la pantalla.
Lisey paseó la vista por el recibidor, demasiado grande para una simple biblioteca pública pero no podía negar que había algo mágico en ello. El aroma a pino con el que limpiaban los pisos, el susurro al correr las páginas de los grandes volúmenes, el suave aroma a café proveniente de la oficina de la jefa de bibliotecarios. Durante muchos años este puesto había sido ocupado por una mujer llamada Cathy, pero esta había muerto en circunstancias un tanto extrañas. Lisey recordaba muy vagamente lo ocurrido, a su madre ocultándola en casa, a su padre muy serio al volver cada noche y esos rumores; tenía cinco años en aquel entonces, pero recordaba perfectamente la mención de los Purificadores.
Lisey dio la vuelta para entrar en la sección de matemáticas. Eso era lo que más le gustaba, que sus adorados números tenían su propio espacio y estando ahí no había peligro de que algún conocido la viera y fuera con el chisme a su madre.
Lisey comenzó a recorrer las filas de los libros sin la menor prisa, regodeándose con el olor del papel y el crujir de sus zapatos sobre la madera que había bajo sus pies. Además de mágico, le parecía sumamente romántico.
Escuchó una ligera tos a su derecha y volvió el rostro de forma automática. Se recriminó mentalmente por aquello, no le gustaba ser tan entrometida como su madre.
Sus ojos se posaron en la figura de un anciano, este se cubría la boca con un pañuelo blanco y con la otra se aferraba con fuerza a un viejo bastón. El señor Morris, había sido el bibliotecario principal después de Cathy, estaba orgulloso de su trabajo y de sus libros, era muy estricto con a quién los prestaba, pero Lisey nunca tuvo problemas con él.
Había fallecido año y medio atrás, según Elena Gordon padecía un cáncer muy agresivo en el páncreas, según Lisey (y el propio Morris) su hígado estaba destruido a causa de la bebida. Desde que muriera y regresara había hablado con Lisey como si nada, recordándole que no tomara alcohol.
—Señorita Marsh —habló una vez la detectó —es necesario que me ayude.
—Me gustaría, pero… —empezó Lisey en un susurro.
—Se trata de Gladis.
—¿Gladis? ¿Se refiere a la señora Swan?
—Sí, esa idiota de la jefa de bibliotecarios —y el anciano se acercó más a ella—. Trabajé aquí hasta mi muerte, acomodé cada estante y cada libro en su lugar y esa idiota viene y pierde más de la mitad de la colección especial.
—¿De qué “colección especial” habla?
—¿De qué va a ser? —replicó el hombre—. De antiguos tratados de alquimia y magia. Desde hace años la Rosa Negra sueña con hacerse con ellos y ahora esa idiota…—y siguió con su pedorreta interminable en contra de la actual jefa de bibliotecarios.
Lisey miró a ambos lados, asegurándose de que no hubiese nadie por ahí. Consideró las palabras del fantasma. Había mencionado antiguos tratados y a la mítica “Rosa Negra”. Se preguntó si el anciano estaría enterado de que aquella no era más que una fábula para niños.
—¿Quiere que busque la colección especial? —le interrumpió Marsh sin pensarlo.
—Por supuesto que no, una chica como usted nunca sería capaz de encontrar algo así.