—¡Ay, Orula, dame la fuerza, que el camino está oscuro y no sé pa' dónde voy! —gritó la señora Celia, levantando las manos hacia el techo bajo de su casa. Las velas de cera, rojo y amarillo, chisporroteaban y emitían un olor espeso de cera quemada. El aire estaba cargado de incienso, como si la misma tierra respirara a través de los vapores. De fondo, el sonido lejano de las olas chocando contra las rocas del mar llegó como una melodía triste que parecía acompañar su oración.
Don Paco estaba de pie en la puerta, observando con los brazos cruzados, mientras el sol se ponía detrás de las montañas de la plantación de plátanos.
Celia continuaba con su invocación, su voz resonando en la casa como un eco ancestral. Cantaba con fervor, recitando cantos de la santería, que se mezclaban con la humedad de la noche.
—¡Ay, Oshún, que tu oro me guíe, que la corriente de tu río me arrastre pa' donde debo estar! —cantaba con los ojos cerrados, su voz vibrando con fuerza.
Don Paco, que había vivido más de lo que la gente pensaba, no dudaba en acercarse, aunque el escepticismo recorría su cuerpo. Aunque la fe de Celia era inquebrantable, él no creía que la tierra se curara con oraciones, sino con sudor y trabajo. Sin embargo, la necesidad de encontrar respuestas lo mantenía allí.
—Celia, ¿y tú crees que con tanto rezar y tanta vela se va a solucionar todo lo que estamos viviendo? —preguntó, con su tono grave, algo de molestia en su voz.
Celia no abrió los ojos. Continuó moviendo las manos en círculos, mientras las velas temblaban con la brisa que entraba por la ventana. Respondió con calma, pero sin titubeos.
—¡Cállate, Paco, que tú no sabes lo que hay en esta tierra! Esta tierra ha visto sangre, ha visto muerte, pero también ha visto vida. Y si la gente no le da lo que ella pide, ¿quién la va a salvar? ¿El gobierno? ¿La modernidad que te tiene metido en esos pensamientos de concreto? Aquí, en Borinquen, la tierra es más que eso, más que un terreno para plantar. ¡Ay, Dios mío, llévame!
En ese momento, Andrés entró a la casa, oliendo a sudor y tierra. Se sacudió las botas antes de cruzar el umbral y, sin decir más, observó a su tía Celia, la cual no se detenía en sus rezos. Lo que veía le causaba siempre cierto rechazo. Creía que todo eso era un desperdicio de tiempo, pero no podía evitar sentir curiosidad.
—¿Qué carajo estás haciendo ahora, Celia? —preguntó Andrés, con una risa nerviosa. La sudoración le caía por la frente mientras caminaba hacia ella—. ¿Vas a invocar a la tierra o qué? ¿Para qué rezar tanto si no hay nada que cambie?
Celia lo miró por fin, sus ojos cerrados como si pudiera ver más allá de lo evidente.
—¡Ay, Andresito, tú sigues igual, necio como un burro! Tú sigues pensando que el único trabajo es el que se hace con la mano. ¿Tú sabes cuánta gente como tú ha llegado aquí a Borinquen pensando lo mismo? Y míralos, perdidos, llenos de rabia porque la tierra no les habla. El alma de esta isla, muchacho, no se toca con tus manos. Se toca con la fe.
—¡Fe! —Andrés hizo un gesto de desdén—. La única fe que yo tengo es en el sudor de mi frente, y en que si seguimos aquí sin movernos de la plantación, nos vamos a morir de hambre. Ya estoy cansado de que se nos trate como si fuéramos esclavos de esta tierra. Ni que estuviéramos atados a la soga, como los viejos.
Celia, aún en su trance, comenzó a cantar más fuerte, sus palabras cargadas de dolor y esperanza.
—“¡Oye, San Lázaro, ven a darme la mano! Dame la fuerza pa' que mis hijos vean el sol de nuevo. Que la tierra no se quede ciega, que se despierte…”
Don Paco, que había estado observando desde el principio, se acercó a Andrés y le puso una mano sobre el hombro.
—Mira, muchacho, la tierra tiene una forma de hablar que tú no entiendes. Tú crees que lo que se necesita es echarle más trabajo, pero no. ¿Qué es lo que tú ves todos los días en estos campos? ¿El sudor y el esfuerzo? Claro, pero también hay algo más: la raíz. La raíz que conecta todo. Si no entiendes eso, te vas a quedar igual, buscando respuestas fuera de lo que te pertenece. Si tú no escuchas a la tierra, la tierra no te escucha a ti.
Andrés lo miró, con el ceño fruncido, pero sabía que Don Paco nunca decía algo sin sentido.
La casa, humilde pero llena de historia, estaba en silencio, solo el canto de los coquíes y el susurro del viento llenaban el aire. En el centro del cuarto, un altar improvisado se erguía como un santuario secreto, con velas encendidas, frutas frescas y figuras de santos que observaban en silencio. Celia, sin prisa, se acercó al altar con el cigarro de tabaco en la mano, y al mirarlo, comenzó a cantar.
—“Ay, santo mío, que me ilumines, que el viento me lleve al camino…”