La Jornada: Vida en Borinquen

Capítulo 1: Raíces Profundas /2

Su voz, rasposa por el tiempo, flotaba en el aire pesado del cuarto. Ella seguía bailando, con los ojos cerrados, dejando que su cuerpo se entregara a la música de su alma. Su baile no era un baile común, era uno que venía de muy adentro, uno que parecía invocar la tierra misma. Se movía como si cada paso la conectara con el suelo, con la historia de sus ancestros.

El tabaco se convirtió en su compañero, cada bocanada que tomaba parecía liberar algo dentro de ella. Aspiró con fuerza, llenando sus pulmones, y luego, al exhalar, el humo se diseminó en círculos que se elevaban hacia el techo, como si formaran figuras invisibles. Al tiempo, su canto aumentaba en fuerza.

—“Que me hablen los santos, que no me dejen sola… que mis pasos sigan su huella, que esta tierra no se olvide de mí…”

El humo giraba a su alrededor, envolviendo la habitación, y ella continuaba sin mirar a nadie. Ni siquiera a Andrés, su sobrina, que observaba desde la puerta, con el rostro enrojecido por la incomodidad. Celia la ignoraba por completo, entregada a su ritual.

Andrés intentó acercarse, pero la mirada fija de Celia le hizo sentir como si fuera invisible. La mujer estaba en trance, sumida en su baile, en su canto, en su conexión con lo divino. No había tiempo ni espacio para nada ni nadie más.

El tabaco en la boca de Celia chisporroteaba, el aire estaba espeso de humo, y en cada inhalación, ella parecía ganar más fuerza, como si el humo mismo fuera un vehículo para las energías que invocaba. El ritmo de su danza se hacía más frenético, sus caderas se movían al son de un tambor ancestral que sólo ella escuchaba.

Andrés, por fin, no aguantó más. Se acercó un poco, apenas dando pasos, y con voz temblorosa, preguntó:

—Tía, ¿qué estás haciendo? Esto… esto no es normal, mami decía que… que eso está mal.

Celia, sin detenerse, giró hacia ella, sus ojos llenos de una intensidad que era casi como una llamarada. El humo flotaba a su alrededor como un manto, su rostro marcado por la serenidad de quien sabe que está conectada con algo superior.

—“¿Mal? No sabes lo que es mal, nena. Esto es lo que nos da vida. ¡Mira cómo baila la tierra! El viento nos habla, los muertos nos dan su fuerza…” —dijo, con una risa ligera y un tono de advertencia. El tabaco se consumía lentamente en sus manos, y con un último movimiento, lo lanzó al suelo, pisoteándolo con el talón de su sandalia.

Celia levantó los brazos al cielo, como pidiendo una respuesta. En el mismo instante, un viento fuerte atravesó la ventana abierta, moviendo las cortinas como si el mismo espíritu del aire hubiera respondido a su llamada. Andrés dio un paso atrás, sintiendo el peso de la presencia invisible en la habitación.

Celia se detuvo, su cuerpo tembló un momento, y luego, con una calma que sorprendió a su sobrina, dijo:

—“Nosotros estamos hechos de lo mismo que la tierra, la tierra no nos abandona. Y este pueblo, aunque lo olvide, siempre volverá a ser nuestro, porque a los que nacemos aquí, no se nos olvida.”

Andrés la miró, sin palabras, sin entender por completo, pero sabiendo que en ese instante algo había cambiado. Algo en el aire, algo en el humo, algo que venía de la tierra misma.

La santera volvió a su altar, como si nada hubiera pasado, y sin mirar a Andrés, se dedicó a ajustar las velas y a colocar nuevamente el tabaco en su boca. Ella no estaba sola en su danza, no lo había estado nunca.

En ese instante, un silencio profundo se apoderó de la habitación, como si las palabras se hubieran quedado suspendidas en el aire. El sonido de los plátanos, meciéndose suavemente por el viento, se escuchaba a lo lejos, como una melodía que acompañaba el hechizo de la santera.

Andrés, tocado por la seriedad de la situación, bajó la cabeza. Algo había cambiado en su interior, aunque no sabía exactamente qué. Se acercó al altar y observó los objetos sagrados: las velas, las frutas, las figuras de los santos. Tomó una ramita de hierba y la acercó al fuego.

—No entiendo, Celia —murmuró, sin dejar de mirar las llamas—, pero no voy a seguir diciéndote que esto no sirve. Algo de todo esto tiene que tener sentido.

Celia lo miró con una sonrisa en los labios, satisfecha de que al menos había logrado que el muchacho escuchara. No todo estaba perdido, pensó.

—“Cuando el sol se va, la luna trae su luz. Cuando el hombre se cansa, la tierra lo abraza. Solo así se puede entender, mijo.”

El viento siguió soplando, y el humo de las velas se elevaba, como si el alma misma de la isla le hablara a Andrés, aunque él no entendiera todavía el lenguaje de las estrellas.

El último canto del caracol se alzó en el aire, un susurro lejano que parecía surgir de las entrañas mismas de la tierra. Las manos de Celia, endurecidas por los años de trabajo, se alzaron hacia el cielo. Había terminado el ritual, y la paz parecía haberse asentado sobre la tierra. Los plátanos continuaban su curso, mientras los coquís, ahora más cercanos, celebraban la calma que siguió al canto de las olas.

Andrés miró el mar un momento más, como si cada ola que rompía le hablara de tiempos pasados, de una época sin prisas ni rencores, un tiempo donde no había cuentas por pagar. Luego, su mirada se volvió hacia Celia, su tía, una mujer que había vivido entre la tierra y el mar, conocedora de la isla en cada rincón, y quien ahora, junto a él y a Don Paco, observaba desde la pequeña casa en Ancón, con la vista de las praderas que se extendían sobre el platanal, al norte las montañas y al sur, el vasto mar Caribe.

— "¿Tú crees que todo esto valió la pena, tía?" —preguntó Andrés, su voz cargada con una duda sutil, como quien siente el peso de un mundo que avanza sin descanso.




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