En un día de jornada de trabajo, mientras pasaba por los maizales en el sur de Puerto Rico, en el hermoso pueblo costero de Salinas, mi mente se detuvo a observar el entorno. A un lado de la finca donde trabajaba, los platanales se alzaban con fuerza, sus hojas agitadas por la brisa cálida del mediodía. Dentro de aquel verdor, seis hombres trabajaban sin descanso. Fue en ese momento cuando mi mente de autor comenzó a acelerarse.
Pensé en cómo la vida del campo se esconde en este mundo moderno, donde muchos no comprenden que, en esta misma tierra, todavía se cultiva con esfuerzo lo que llega a sus mesas. En ese instante supe que necesitaba un título, uno que, con solo leerlo, dejara una huella. ¿Y qué mejor título que La Jornada? Yo mismo estaba en medio de ella, compartiendo el mismo camino que aquellos hombres de machete en mano, con manchas de plátano en sus ropas y sus rostros marcados por el sol.
Yo no era diferente. Mis pies, cubiertos de fango por reparar las mangas rotas que riegan los cultivos, trazaban un maratón diario por las mismas rutas de siembra. Adolorido, pero ignorando el cansancio, seguía trabajando, porque así como ellos, hay muchos más como nosotros: hombres y mujeres que aprenden a convivir con el dolor para sobrevivir en estos tiempos tan difíciles.
Quizás alguien se pregunte: ¿por qué no buscar otro tipo de trabajo, en otro lugar? La respuesta es sencilla: el campo abierto da paz. El silencio, interrumpido únicamente por el canto del zorzal, trae una tranquilidad única. Además, el trabajo físico fortalece el alma, y esta tierra, la misma que trabajaron mis ancestros, me da vida. La vida que me da calidad y no solo cantidad.
Cuando visito la ciudad, esa que llaman el área metro, observo a las personas, enajenadas de esta realidad. Allí no entienden lo que significa caminar entre campos abiertos, rodeado de praderas hermosas, con la cordillera al norte y el mar Caribe al sur. ¿Qué lugar de trabajo puede ofrecer tal majestuosidad? No podría soportar el encierro de una fábrica, ni las rutinas interminables, ni la frialdad de los clientes. Por eso trabajo la tierra, le canto a las plantas y respiro el aire puro de cada mañana en mi querido sur.
Esta historia que presento no es un invento sacado de la nada. Es una obra creada desde los fragmentos de mi propia vida, desde las imágenes y sentimientos que me han acompañado en cada paso. Los personajes son reflejos de personas reales, y los paisajes que describo son esos mismos escenarios que mis ojos han contemplado y mi corazón ha sentido.
La Jornada no es solo una novela; es un pedazo de mi alma. Es el dolor de mi tierra, el lamento borincano, y la esencia real de mi pueblo amado. Es un intento de preservar nuestra cultura, esa que se desvanece con el tiempo, y de rendir homenaje a mis raíces.
Esta historia también es un tributo a mis padres, quienes con sus recuerdos y relatos sembraron en mí el amor por nuestra tierra. Mi madre, con sus memorias vividas, y mi padre, con sus relatos de trabajo, me enseñaron que antes y ahora, todo converge en este momento, en esta historia.
De corazón, para ustedes. Con amor, para mi tierra y mi gente: Puerto Rico, Borinquen del Caribe.