GABRIELA
La mañana llegó con la misma monotonía de siempre. Me levanté, me duché y me vestí con la rutina automática que se había convertido en mi vida. El sol se filtraba por las grandes ventanas de la mansión, pero ni siquiera eso podía iluminar el peso que sentía en el pecho.
Hoy era uno de esos raros días en los que podía salir, y lo aprovecharía. Me dirigía a desayunar con mi mejor amiga, Valeria Costa, una de las pocas personas que me quedaban fuera de este mundo de sombras.
Valeria y yo habíamos sido amigas desde la universidad, antes de que mi vida tomara este giro oscuro. Ella era todo lo que yo había dejado de ser: libre, espontánea y llena de vida. Aunque sabía que mi matrimonio con Alessandro estaba lejos de ser perfecto, nunca me presionaba para hablar. Era mi refugio en medio del caos.
Cuando llegué al café donde habíamos quedado, Valeria ya estaba esperándome en una mesa junto a la ventana. Su cabello castaño caía en ondas suaves, y me recibió con esa sonrisa cálida que siempre me hacía sentir un poco más humana.
—¡Por fin te dignas a salir de tu jaula! —bromeó mientras me sentaba frente a ella.
—No te acostumbres. Alessandro no es muy fan de mis escapadas —respondí, intentando sonar despreocupada, aunque ambas sabíamos que no lo estaba.
El desayuno transcurrió entre risas y conversaciones ligeras. Valeria hablaba sobre su trabajo en una editorial, mientras yo fingía tener algo interesante que contar. Sabía que ella notaba mi silencio, pero no insistió. Ese era uno de los motivos por los que la valoraba tanto: entendía cuándo debía presionar y cuándo debía dejarme espacio.
Cuando terminamos, me despedí de Valeria con un abrazo más largo de lo habitual. Había algo reconfortante en esos momentos, aunque fueran fugaces.
El trayecto de regreso a casa comenzó como cualquier otro. Estaba en el auto con dos de los hombres de Alessandro: Luca, quien conducía, y Matteo, sentado detrás de mí. Ambos eran como sombras, siempre presentes pero nunca involucrados más allá de lo necesario.
El tráfico estaba tranquilo, y mi mente divagaba mientras miraba por la ventana. Pero la calma no duró mucho.
De repente, un carro blindado frenó bruscamente delante de nosotros, bloqueando el paso. El sonido de las llantas derrapando en el asfalto me hizo aferrarme al asiento.
—¿Qué demonios pasa? —pregunté, intentando mantener la calma.
Luca maldijo por lo bajo mientras alcanzaba la pistola que llevaba bajo el asiento.
—Quédese aquí, señora Ricci —dijo, su voz tensa pero controlada.
Antes de que pudiera responder, vi cómo otros dos autos aparecían detrás de nosotros, cerrando cualquier posible escape. En cuestión de segundos, cinco hombres armados rodearon nuestro vehículo, apuntando directamente a los cristales.
—Son hombres de Dante Moretti —dijo Matteo desde atrás, su tono grave.
El nombre hizo que el aire pareciera más pesado. Dante Moretti. Sabía perfectamente quién era: el enemigo más grande que Alessandro había tenido, un hombre tan despiadado como mi esposo, si no más.
—¿Qué quieren? —pregunté, aunque en el fondo ya conocía la respuesta. Dante Moretti no enviaba a sus hombres para saludar.
Luca me lanzó una mirada rápida, sus ojos reflejando la tensión del momento.
—No lo sé, señora. Pero no se mueva.
Los hombres afuera comenzaron a gritar órdenes, sus armas firmemente apuntadas hacia nosotros. Uno de ellos, un hombre alto con una cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, se acercó al vidrio del conductor.
—Bajen las armas y salgan del auto. Ahora.
—Ni lo sueñes —gruñó Luca, manteniendo el arma lista mientras su mirada evaluaba las posibilidades.
—Si no salen en los próximos diez segundos, dispararemos —dijo el hombre con cicatriz, su tono tan frío como el metal de las armas que sostenían.
Matteo se movió ligeramente detrás de mí, listo para protegerme si las cosas se salían de control. Pero yo sabía que si ellos abrían fuego, no había mucho que Luca y Matteo pudieran hacer contra cinco hombres bien armados.
—Dile a tu esposo que esto es un mensaje de Dante Moretti —añadió el hombre con cicatriz, golpeando el cristal con el cañón de su arma.
Mi corazón latía con fuerza, pero no dejé que el miedo se reflejara en mi rostro. Sabía que cualquier muestra de debilidad sería como sangre en el agua para tiburones como ellos.
—Luca, ¿qué hacemos? —pregunté en un susurro, sin apartar la vista de los hombres afuera.
—Espere mi señal, señora. No dejaremos que la toquen —respondió, aunque incluso él parecía dudar de sus propias palabras.
Las próximas decisiones definirían no solo este momento, sino mucho más.
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Editado: 10.12.2024