La Jugada Perfecta {1}

Capítulo 10

DANTE

Los labios de Gabriela comenzaban a recuperar su color natural. Era una señal de que su cuerpo estaba respondiendo al calor, aunque todavía se veía frágil, como si una ráfaga de viento pudiera romperla. Justo en ese momento, el médico llegó.

—Revíselo rápido y dígame si va a sobrevivir, —ordené, señalándola con un gesto de la mano.

El hombre asintió, abriendo su maletín y comenzando a trabajar. Lo observé mientras examinaba a Gabriela, midiendo su pulso, revisando su temperatura y observando cada detalle.

—Está bien, señor. Va a estar bien. Solo tiene síntomas de hipotermia leve. Es probable que le dé un resfriado, pero nada grave.

Fruncí el ceño, incrédulo.

—¿Maldición, hice todo esto para que acabara con un resfriado? Si hubiera sabido eso, la dejaba en esa habitación un poco más.

El médico me miró nervioso, pero no dijo nada. Me volví hacia Gabriela, que seguía con los ojos cerrados. Su respiración era más tranquila, y el temblor de su cuerpo casi había desaparecido.

—¿Ya terminó? —pregunté sin mirarlo.

—Sí, señor.

—Entonces sal de la habitación.

El médico guardó sus instrumentos en silencio, tomó su maletín y salió rápidamente. Me quedé a solas con Gabriela, caminé hacia la cama y me senté a su lado. Mi mirada recorrió su rostro pálido, pero relajado. Había algo en ella que no podía ignorar.

—Maldición, muñeca. Si no estuvieras casada con Alessandro, no estarías pasando por esto. Pero todo esto puede acabar si simplemente empiezas a hablar.

Sabía que no podía oírme, pero las palabras salieron solas, como si necesitara desahogar algo que llevaba dentro. A veces odiaba este juego, pero otras veces lo disfrutaba más de lo que debía.

Tomé mi teléfono y lo desbloqueé. Había un mensaje de uno de mis hombres: "Ya tenemos a uno de los hombres de Alessandro. Está listo para mañana."

Sonreí.

—Ya sabe dónde llevarlo. Resolveremos esto mañana, —dije en voz baja, aunque sabía que nadie más estaba escuchando.

Me quedé sentado junto a ella un rato más, observándola respirar. Luego de una hora, decidí que era suficiente. Me levanté y llamé a uno de mis hombres.

—Prepara una sopa y tráela aquí.

No iba a dejar que se debilitara demasiado. Después de todo, Gabriela era más útil viva que muerta, y no iba a darle a Alessandro la satisfacción de pensar que me la había llevado solo para que muriera.

Cuando la sopa estuvo lista, la llevé personalmente a la habitación. La noche había caído, y la luz de la luna se filtraba a través de las cortinas. Gabriela estaba despierta ahora, aunque apenas. Sus ojos entreabiertos me siguieron mientras me acercaba.

—Tómala, —dije, ofreciéndole el tazón de sopa caliente—. Lo último que quiero es que tu esposo escuche que te moriste de hambre, y no por mi mano.

Ella no dijo nada, pero sus ojos hablaron por ella. Había rabia, odio y algo más: una chispa de desafío que aún no lograba apagar.

Me senté al borde de la cama, observándola mientras tomaba la sopa con movimientos lentos.

—Sé que piensas que puedes soportarlo todo, muñeca. Pero no lo harás. Eventualmente, todos caen. Incluso tú.

Sonreí, inclinándome hacia ella.

—Y cuando lo hagas, será mi jugada favorita.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Mañana sería otro día, y la partida continuaría.




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