La Jugada Perfecta {1}

Capítulo 31

GABRIELA

Los días habían pasado, pero no podía decir cuántos exactamente. Mi única referencia era la ventana de mi habitación, desde donde podía ver el sol y la luna intercambiándose. El tiempo aquí se sentía suspendido, atrapado entre la vigilancia de Dante y mi propia incertidumbre.

Ya no me torturaba, al menos físicamente. Había momentos en los que incluso me daba cierta libertad, permitiéndome caminar por la casa. No podía salir, por supuesto, pero la cocina, la sala, y otros espacios eran ahora parte de mi pequeño universo.

Hoy, sin embargo, era diferente. Los trabajadores no estaban. Al parecer, Dante les había dado el día libre. Tal vez era su manera de probarme, de ver qué hacía con esa libertad limitada. Aproveché la soledad para distraerme en algo más familiar.

Me dirigí a la cocina y decidí hacer galletas. No cualquier galleta, sino las que solía hacer con mi madre. Las mismas que celebraban cada logro pequeño, como sacar un 10 en un examen, o cualquier día festivo.

Mientras mezclaba los ingredientes, los recuerdos comenzaron a inundarme. Mi madre, riendo mientras amasaba la masa conmigo, sus manos guiándome con paciencia. Sentí un nudo en la garganta al pensar en ella. Había muerto cuando yo tenía 19 años, dejando un vacío que nunca pude llenar del todo.

Y después de su muerte, el mundo en el que estaba ahora me había atrapado. Si ella me viera, si supiera en lo que me había convertido... seguramente se moriría de nuevo, esta vez de preocupación.

Sacudí esos pensamientos y me concentré en las galletas. Formé cada una con cuidado, recordando cada ingrediente y medida como si estuviera reviviendo esos momentos felices. Encendí el horno, coloqué las bandejas y cerré la puerta del horno.

Me miré la ropa: llena de harina y restos de chocolate. Solté un suspiro, divertida por lo desastrosa que me veía. Me subí a la meseta, dejando que mis pies colgaran mientras mis ojos permanecían fijos en el horno.

—Sabe, aunque te quedes ahí mirando, no se harán más rápido, —dijo una voz que me hizo girar de inmediato.

Dante estaba parado en la entrada de la cocina, mirándome con esa expresión suya, una mezcla de burla y curiosidad.

—Lo sé, —respondí, evitando su mirada y enfocándome nuevamente en el horno.

—¿Qué estás cocinando? —preguntó mientras caminaba hacia mí.

—Galletas, —dije sin levantar la vista.

—Hiciste un desastre aquí, todo está lleno de harina y chocolate, —comentó, con una sonrisa en su voz.

—Lo limpiaré, —respondí, cruzando los brazos como si intentara proteger mi pequeño momento de normalidad.

Dante se acercó más y tomó algo de la mesa. Era un poco de chocolate que había quedado en un tazón. Con una cuchara, lo llevó a su boca.

—Joder, hace mucho que no como algo así, —dijo, cerrando los ojos un momento, como si realmente disfrutara el sabor.

—No sabes lo que te pierdes, —dije, sintiendo un atisbo de satisfacción por haberlo impresionado.

Sin decir nada más, me ofreció la cuchara. La tomé, y cuando la llevé a mi boca, su mirada nunca dejó la mía. Era un gesto simple, pero cargado de algo más que no podía ignorar.

Cuando terminé, Dante dio un paso más cerca. Su mano se movió hacia mi rostro, limpiando un poco de chocolate que había quedado en mis labios. Sus ojos se quedaron fijos en los míos mientras sus dedos rozaban mi piel.

Había algo en el aire, una tensión que había estado creciendo entre nosotros desde aquella noche en que se quedó conmigo. No podía ignorarla más.

Sus ojos bajaron a mis labios, y entonces, los míos se encontraron con los suyos. Vi algo en ellos, algo que no había visto antes: deseo.

—Puede que me arrepienta de esto —murmuró, su voz baja, como si estuviera hablando más consigo mismo que conmigo—. Y lo haré, estoy seguro. Pero joder, te deseo.

Y antes de que pudiera responder o siquiera procesar lo que estaba pasando, sus labios chocaron contra los míos.

El mundo pareció detenerse en ese instante. Su beso era firme, cargado de intensidad, pero no agresivo. Mis pensamientos se desvanecieron, y por un momento, sólo existíamos él y yo, perdidos en algo que ninguno de los dos podía controlar.




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