La Jugada Perfecta {1}

Capítulo 41

DANTE

Tan pronto como Enzo salió, la ira que había estado conteniendo explotó. Tomé la botella de whisky de la mesa y la lancé contra la pared, viendo cómo se rompía en mil pedazos, el líquido derramándose por el suelo. Mi respiración era pesada, mis manos temblaban mientras intentaba contener la rabia que hervía dentro de mí.

¿Qué esperaba?

Había secuestrado a Gabriela. Era lógico que intentara escapar en cuanto tuviera la oportunidad. Pero eso no hacía que doliera menos. No después de lo que acabábamos de compartir. No después de cómo la había tenido, no solo en mi cama, sino en cada maldita parte de esta habitación.

Me dejé llevar.

El eco de mis propios pensamientos era peor que cualquier disparo. Había cometido el error de bajar la guardia, de pensar que quizás... No, no podía permitirme seguir por ese camino. Esto era mi culpa, y ahora ella estaba ahí afuera, lejos de mi control.

Enzo entró nuevamente, su expresión seria y su respiración rápida.

—Señor, no hay rastro de ella cerca. Ya está muy lejos.

Mi mandíbula se tensó, y mis manos se cerraron en puños.

—¿Cómo diablos escapó?

—Alguien la ayudó —respondió, su tono cargado de seriedad.

—¿Quién? —gruñí, mis ojos fijos en él, esperando respuestas inmediatas.

Enzo no respondió de inmediato. Sacó su teléfono y me mostró las grabaciones de las cámaras de seguridad. Mi mirada se fijó en la pantalla. Allí estaba Gabriela, caminando por los pasillos de la casa. Pero no estaba sola.

Un hombre estaba con ella, su rostro cubierto, sosteniendo una pistola. Su postura era clara: estaba protegiéndola. Cada movimiento que hacían estaba calculado, y desaparecieron fuera del alcance de las cámaras antes de que pudiera identificar hacia dónde habían ido.

—¿Quién demonios es él? —pregunté, mi voz baja pero cargada de rabia contenida.

—No lo sabemos aún, señor —respondió Enzo, guardando el teléfono—. Pero estaba preparado. Sabía exactamente dónde estaban las cámaras y cómo evitar que lo detectáramos. Esto no fue improvisado.

Mi respiración se aceleró mientras intentaba procesar lo que estaba viendo. No solo Gabriela había escapado, sino que alguien se había infiltrado en mi casa, en mi territorio, para llevársela. Y lo había logrado.

—Quiero que investigues cada maldito detalle, Enzo —ordené, mi voz firme pero peligrosa—. Averigua quién es él, cómo entró, y qué conexión tiene con Gabriela.

Enzo asintió, pero su expresión reflejaba la misma preocupación que comenzaba a apoderarse de mí.

—Señor, esto podría ser parte de algo más grande. Si ese hombre está vinculado a Alessandro o a alguien más, podríamos estar enfrentándonos a algo más peligroso.

—No me importa quién sea —gruñí, mi mirada fija en la puerta como si pudiera ver más allá—. Voy a encontrarla, y cuando lo haga, se arrepentirá de haber intentado escapar.

Enzo salió para cumplir con mis órdenes, dejándome solo en mi oficina. El silencio de la habitación era ensordecedor, roto solo por el goteo del whisky derramándose de la pared.

No era solo el hecho de que Gabriela hubiera escapado lo que me atormentaba. Era que, incluso ahora, una parte de mí deseaba que no lo hubiera hecho.




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