Ciudad de Puebla, 2016.
Juan de Dios observaba a Arturo con un rictus de terror cuando él arremetía en su contra con la espada que llevaba en mano.
―¡Ahora sí, desgraciado! ―Arturo estaba fuera de sí―, ¡pagarás por todo el daño que has hecho!
―¡No, por favor! ―suplicaba Juan de Dios―, ¡No lo hagas!
Pero Arturo daba una estocada tras otra, dejando sólo pedazos del cuerpo de Juan de Dios en el suelo. Tomó una sábana raída del ataúd y colocó los restos en ella. Abrió el enorme portón para ver a Ismael intentar escapar de la enorme águila que le perseguía. Corrió cargando el pesado bulto hasta el pasaje que daba a la salida, dejó ahí los restos y regresó por Ismael.
―¡Sal, Ismael! ¡Yo la distraeré! ¡Eh, monstruo! ―gritó Arturo―, ¡ven por mí!
El águila fue tras el doctor y fue entonces que Ismael pudo ir hacia la salida. Arturo se deslizó en el suelo cuando estuvo a punto de atraparlo y corrió de regreso. El águila dio una voltereta y fue tras él, apuntaba a Arturo con sus garras, entonces él estiró su mano hacia una de las columnas, de tal forma que se impulsó a sí mismo de regreso. El águila no pudo detener su vuelo y chocó con la pared del fondo. Arturo se apresuró hacia el pasaje justo a tiempo. El águila metía su cabeza intentando atrapar a Arturo con su pico, pero el pasaje era tan estrecho que no pudo entrar.
Weiss apareció en una casa en el centro de la ciudad de Puebla, y justo cuando iba hacia la sala, sintió otro golpe en el pecho. El dije estaba de nuevo en la cadena, chillando hacia él.
―¿Escaparon? ―gruñó―. ¿Cómo pudiste dejarlos escapar?
Tomó el teléfono e hizo otro par de llamadas, primero al gobernador en turno, con quien se enteró de que la turba había rodeado un huerto cerca de la presa. Después llamó al presidente.
―¡Necesito que envíe al ejército, rápido!
―¿Al ejército? ―decía la voz al otro lado del teléfono―, pero…
―¡Recuerda quién te puso en ese puesto, piltrafa de mierda! ―gruñó Weiss―, haz lo que te ordeno o lo lamentarás toda tu vida.
Unos minutos después, en el inframundo de oscuridad, Mariano y Astar mantenían a la turba ocupada, atrayéndolos con fuego y sonidos y llevándolos hacia el actual cementerio. Entonces fueron distraídos por el sonido de aviones que se escuchaban desde lejos.
―Mariano ―dijo ella señalando en lontananza, muy lejos en el cielo, se veía una formación de aviones de la armada― tengo un mal presentimiento de eso.
Mariano sabía a lo que ella se refería. No tenía idea de qué tenía que hacer la fuerza armada en Puebla, pero su corazón se llenó de un mal presagio.
―¡Rápido! ―le dijo―, tenemos que regresar. ―Dejaron dos antorchas encendidas en la cripta de Juan Antonio y regresaron corriendo a la casa.
En la catedral, los demás salían llevando los restos desmembrados de Juan de Dios hacia el auto de Ismael, los metían en el maletero cuando llegó un automóvil muy lujoso del cual bajó un hombre furibundo, apuntando con un arma desde el otro lado de la explanada.
―¡Ustedes! ―les gritó―, ¡deténganse!, ¡devuelvan ese cuerpo a su tumba!
―¿Ahora qué? ―refunfuñó doña Rosa.
―No hay tiempo para detenernos ―dijo Ismael―, suban todos al auto.
―Vayan ustedes ―doña Rosa jaló la manta ensangrentada, dejando caer los restos desmembrados en el maletero y se alejó fingiendo llevar el cuerpo.
―¡Doña Rosa! ―exclamó Sara.
Pero en ese momento se escuchó un balazo resonar en el aire. Rosa volvió a insistirles en que se fueran y ella corrió entre los autos estacionados en la calle con la manta. Albert Weiss corrió tras ella, disparándole una y otra vez hasta que su arma se quedó sin balas. Recargaba su pistola cuando al fin le dio alcance y la hizo caer en el suelo. La anciana ya no podía más, había sido demasiado para su viejo y cansado cuerpo y un infarto le vino mientras Weiss tomaba la manta para darse cuenta de que estaba vacía. Le apuntó directo a la cabeza, más furioso que nunca.
―¡Dónde están los restos! ―gritó, furioso. Pero los ojos de la anciana se iban opacando al momento que perdía toda su fuerza. Miró hacia un lado de Weiss, viendo el espíritu de Juan de Dios, quien observaba a Weiss con asombro.
―He aquí ―doña Rosa habló con sus últimas fuerzas―, a quien te esclavizó ―y su cuerpo languideció, quedando con los ojos abiertos, tumbada en la acera.
―¡Te estoy hablando, anciana de mierda! ―gruñía Weiss.
―¡Usted! ―exclamó Juan de Dios. Weiss dio un respingo al ver el grotesco espíritu desollado, pero en seguida volvió a su furia.
―¡Idiota! ―gritó salpicando saliva―, ¡dejaste que se fueran con tu cuerpo!
―¿Por qué lo hizo, señor obispo? ―reclamó Juan de Dios―, yo confiaba en usted. Era su misión salvar mi alma, no condenarla.
―¡Tu alma ya estaba perdida, maldición! ―refunfuñó Weiss―, y si no quieres que acabemos en el infierno, dirígeme hacia ellos.
―Deben estar en el huerto ―dijo Juan de Dios, dubitativo.
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Editado: 04.09.2023