No se sabe lo que es el consuelo del corazón sino cuando nos quedamos solos.
Edgar Allan Poe
¡Qué dura está la tierra! O serán mis muchos años y que mis brazos no tienen la fuerza de antaño. Bueno, nunca tuvieron mucha. Nada, que no entra el azadón; es esta tierra tan dura y seca, como ella. ¡Mira que era burra! ¡Hasta para morir! ¡Mira que no querer enterrarse en camposanto como los cristianos de bien! Nada, que no hay manera de hacer esta maldita zanja. El pico. Tendría que haber subido el pico. Lo hizo para seguir fastidiándome después de muerta, estoy seguro, porque me amargó la vida. Y yo aquí, como un calzonazos, cavando una zanja alrededor de su tumba para colocar una verja y unas plantas. Y… ¡qué se yo! Se estará riendo de mí desde el otro barrio. Y ahora se levanta este aire. Raro que estuviera todo tan quieto. Pero ¿cómo dejar que sus huesos se pudran en la ladera del monte sin ningún aviso, sin ninguna advertencia de «aquí yace»...? ¡Mira que era burra! ¿A quién se le ocurre querer enterrarse aquí arriba, en el monte? Seguro, seguro que lo hizo para jorobarme. ¡Mecagüenlá, que se me vuela la boina! ¡Maldito viento! No, si ya sabía ella que no sería capaz de dejarla aquí, pudriéndose sola; sabía que subiría a menudo y que en la pendiente echaría el bofe, pero sabía que subiría, y así, tal vez, en una de esas me ahogo del todo, estiro la pata y me voy pa’llá yo también. Porque mira que le reventó partir primero. Como no podía hablar me lo dijo con los ojos antes de morir: «Aquí te espero y esta me la pagas». Nada, que no hay manera, la tierra apenas se remueve. Pues yo sigo cavando aunque me rompa los riñones. ¡Mira que era bruta!, más terca que una mula. Y todos estos años amargándome la vida. Todavía me levanto por las mañanas oyendo sus gritos: «Afrodisio, ¿dónde estás? No me podía haber tocado un tío más inútil como marido». ¡Pero si fue ella quien me echó el guante! Estuvo tras de mí mucho tiempo; yo, en la inopia, bastante tenía entonces con subir todos los días las vacas al monte. No pensaba en mozas, y menos en ella. ¡Mira que era fea! Fea y con bigote, como un marimacho, y con mucha más fuerza que yo. La verdad es que siempre fui un jigas. ¡Maldita pulmonía que no me dejó crecer! De eso se valió. Me acorraló aquel día y me deshonró. Sí, me quitó la honra y la hombría, todo de un golpe. Ni la sentí llegar, se abalanzó sobre mí, me tiró entre las piedras y allí mismo me violó. Todavía me avergüenzo al recordarlo. Tan corrido estaba que, ni eso… Na de na, me quedé in albis, ni me enteré. Ella me viola a mí y se queda preñada. ¡Maldita sea mi estampa! El viento ha parado, parece que ya consigo remover la tierra. Y, claro, en aquellos tiempos, ¡hala!, al altar. Pero no podía callarse, no. Todo el pueblo se enteró de que la Ignacia había pescao al Afrodisio y de cómo lo pescó. Desde ese momento fui Afrodisio el Violao. Sudores de angustia me daba el pensar que tenía que pasar el resto de mis días con semejante mula y, mira por dónde, ahora estoy cavando una zanja para plantar flores en su tumba, las que no tuvimos el día de la boda, que desde que llegó a la iglesia me echó la zarpa, no fuera a escaparme, repitiendo sin parar: «Sí quiero, sí quiero, sí quiero, sí quiero…». Que hasta don Basilio la mandó a callar cuando me hizo la preguntita de marras: «Sí quiere, sí quiere...». «Pero ¡calla, mujer!, que es él quien tiene que contestar», le dijo el cura. Y me preguntó con la mirada. Y a esas alturas, ¿qué iba decir? Pues que sí, que yo también. Mi madre lloraba un poco más atrás. Me pescó, ¡vaya que si me pescó! Después resultó que no estaba preñada: un embarazo fantasma, me dijo la muy jodida. Y ya no se preñó más, ni un hijo me dio. Que no fue lista ni nada, tanto como imbécil yo. Y los del pueblo se reían de mí y se daban codazos. «El Violao, el Violao», me gritaban los chicos. Menos mal que con los años se les fue olvidando. No quieres que plante aquí nada, ¿verdad? Pero esta vez se va a amolar, no va a salirse con la suya. Estaría bueno que después de muerta siguiera ordenando. «¡Afrodisio!», parece que grita. ¿Un trueno?, es igual. No la oiré. Vete a freír puñetas. Tendrás alrededor de tu tumba, aunque no quieras, una verjita y unas cuantas flores. Me está haciendo sudar a base de bien. No, si todavía la palmo con el esfuerzo. ¡Qué dura está la tierra! Como ella: dura y seca como una piedra. Ninguna palabra de cariño, toda la vida con la albarda retorcida y, ojo, cuando se la retorcía demasiado, mejor estar lejos. Me amargó la existencia. Bueno, también me cuidó: lavaba mi ropa, planchaba mis camisas y preparaba mi comida, aunque me la tirara como se le tira a un perro. La verdad es que desde que se fue parece que me falta algo. Ya no estoy pa na. ¡Tantos años oyendo sus gritos! Ahora hay demasiado silencio en casa y por la noche está muy fría la cama. ¿Estoy llorando? No, es que llueve. Pues no lo dejo. ¡Que sí, que me estoy emocionando! ¿Será posible que toda la vida queriendo librarme de esta mula parda y ahora la eche de menos? ¡Qué dura está la tierra!