La libélula

...

No esperes que alguien plante flores en tu jardín solitario. Plántalas tú mismo

y arranca las malas hierbas.

 

F. Rebaque

 

 

 

 

 

Lo encontré sentado en la acera, apoyado en la pared del portal de mi casa, cuando regresaba de dar mi paseo habitual antes de acostarme. Abrí la puerta con intención de entrar rápidamente, pero unos sollozos me detuvieron. Y lo miré.

—Oiga, ¿se encuentra bien?, ¿le ocurre algo?

—No, no me toques, no necesito nada. Me he perdido; no sé muy bien dónde estoy. ¿Sabes dónde está mi casa? ¿No? Pues entonces déjame y sigue tu camino. —Las palabras salían tropezando de su boca.

Era un hombre fornido, de mediana edad, a pesar de que las canas de su pelo lo hacían parecer mayor. Sus ojos, de un azul casi transparente, brillaban como los de un gato en la oscuridad dándole una apariencia espectral. Tenía buena presencia; se había quitado el abrigo y con él cubría algo que mecía y estrechaba contra sí. Su llanto era entrecortado y desgarrado, como si las lágrimas que salían de sus ojos le produjesen un terrible dolor. Por una de sus manos corría un hilo de sangre y en la otra sostenía un cigarrillo ensangrentado que no había llegado a encender.

—Vamos, márchate. ¿Vives aquí? Entra en tu casa y déjame en paz.

—¿Cómo se llama? —le pregunté sin hacer caso a su petición, agachándome hasta su altura—. ¿Dónde vive? ¿Quiere que llame a alguien para que venga a buscarle?

Pareció no escucharme, absorto en su balanceo. Levantó la cabeza y su mirada se quedó unos momentos en la mía. A través de sus ojos azules, nublados de lágrimas, me llegó una oleada de amargura y de soledad que me dejó clavada.

—Mira —me dijo, y retirando su abrigo me mostró lo que protegía y guardaba contra su pecho: una maceta con un pequeño tronco seco.

—¿Qué es? —le pregunté.

Me miró extrañado por mi ignorancia, como si todo el mundo tuviera que reconocer esa pequeña rama retorcida.

—Es un olivo, ¡mi olivo! Pero se ha muerto. ¡Está muerto! ¿Lo ves? ¿Por qué te has muerto? ¿Por qué? —Su discurso incoherente me sorprendió. Evidentemente, ese hombre tenía un problema psiquiátrico o demasiado alcohol en el cuerpo. En un primer impulso me adelanté a la puerta con intención de entrar en casa y llamar a la policía, pero fue su mirada la que detuvo mi gesto. Él seguía hablando, unas veces a mí, otras a la planta—. ¿Por qué te has muerto? Te he cuidado, te he regado, te he alimentado y, en agradecimiento vas y te mueres. ¡Y me dejas solo! —gritó. El grito contuvo el llanto, y sus últimas palabras retumbaron en la noche.

—Tranquilícese. Solo es una planta. Podrá conseguir otra.

—¡No! —exclamó, y de nuevo sus palabras me abofetearon en la cara—. Tú no lo entiendes —prosiguió, increpándome, mientras restos de espuma seca se depositaban en las comisuras de sus labios—. No es solo una planta. ¡Es mi olivo! —Hizo una pausa y dulcificando el timbre de su voz continuó—: Lo encontré tirado en el borde del paseo de las maricas. —Acarició a la planta con ternura—. Te encontré tirada, ¿te acuerdas? Los dos estábamos solos. Yo acababa de perder todas las cosas que le dan sentido a la vida de un hombre: primero mi hacienda, mi trabajo, más tarde mi familia y después mi dignidad. La mala suerte, la crisis… Tuve que malvenderlo todo: las tierras donde nací yo, mi padre, mi abuelo… Teníamos los mejores olivares de la región, éramos los mejores productores de aceite. Tuve que marcharme, dejarlo todo y cambiarme de pueblo. Y cuando te arrancan de tu tierra y de tus raíces, te arrancan el corazón. Pero, la noche antes de marchar, recorrí los campos que habían sido míos, mis olivares, y allí te encontré, bajo el gran olivo legendario. Desgajada, olvidada, arrancada del tronco quizá por un viento huracanado o por una mano malvada. —Hizo una larga pausa, cogió aire y prosiguió, esta vez dirigiéndose a mí—: A ella también la habían dejado tirada, mutilada, abandonada. Como yo, triste y sola.

»Y la recogí, ¿sabes? La llevé a casa y desde ese día nos hicimos compañía. Te cuidé bien, retoñaste, echaste hojas nuevas. Tú crecías de nuevo, yo no, yo no podía crecer —volvía a hablar con la planta—, pero estaba bien así. Cuando te hicieras más grande te plantaría en un cacho de tierra, darías aceitunas, retoñarías y, con el tiempo, quizá, tendría un pequeño olivar. Y yo estaría bien, menos solo. Pero no —su voz se elevó—, tenías que morirte, tenías que joderme tú también. —Su excitación crecía como una marea sacudiendo su cuerpo—. Sé lo que estás pensando —me dijo al tiempo que me señalaba con el dedo—: «Este tío es un borracho». ¡Pues no!, no soy un borracho.

—Cálmese, por favor. Yo no pienso nada, solo le escucho.

—Empecé a beber por las noches, las malditas y largas noches, cuando las culpas de cada uno cobran vida y vienen a revolverte las tripas. No podía dormir ni podía hacer que se fueran, por eso empecé a beber. Bebíamos juntos y llorábamos juntos, ¿sabes? Y desahogaba con ella mi dolor. A ti no parecía importarte. —Había levantado la maceta hasta su cara y hablaba con el pequeño tronco como si yo hubiera desaparecido—. No parecía importarte, hasta que dejaste de escucharme. Sí, ya sé que te dejaba sola todas las noches, pero fue por eso, por eso me fui al bar, porque no me escuchabas. Luego, cuando volvía a casa, te encontraba cada vez más arrugada, más callada, más consumida. ¿Por qué no me advertiste? ¿Por qué no me hablaste entonces? No, no pronunciaste palabra alguna. Optaste por callar hasta que ya no hubo remedio y todos mis esfuerzos para recuperarte fueron inútiles.

El llanto volvió a estremecerlo. Yo me sentía incapaz de decir nada; me mantenía en silencio a su lado tratando que mis emociones no delataran el efecto que me estaban produciendo sus palabras.

Apoyó la espalda contra la pared para tener un punto fijo e inmóvil de referencia e intentó levantarse. A la tercera tentativa logró controlar el equilibrio y mantenerse en pie.



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En el texto hay: relatos

Editado: 27.11.2020

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