El tintineo de las copas se mezclaba con el murmullo de las conversaciones y la risa descontrolada de Miguel, el primo de Laura, que ya llevaba tres copas de champán y se empeñaba en cantar "Mediterráneo" como si fuera un concierto privado. En el aire flotaba ese aroma a flores blancas que Marta, la novia, había elegido para la decoración, prometiendo un "para siempre" edulcorado y envuelto en papel de celofán.
Laura Fernández lo conocía bien.
Demasiado bien.
Era la tercera boda del año en su círculo más cercano y la enésima vez que se sentía como una infiltrada en una fiesta de parejas empalagosas. La última vez fue la boda de Clara, su mejor amiga, en una terraza frente a la playa de la Malvarrosa, con los vestidos de seda ondeando al viento y un atardecer que parecía pintado. Pero esta boda tenía otra atmósfera: más formal, más apretada, en un salón clásico del Hotel Balneario Las Arenas, con sus techos altos, candelabros de cristal y una alfombra roja que parecía absorber cualquier atisbo de alegría genuina.
Marta, la novia, era su amiga del alma desde la primaria en el colegio La Salle de Valencia. Compañera de pupitre, de secretos, de partidas de cartas y de charlas hasta el amanecer sobre chicos y sueños. Ahora la veía bailar con su flamante marido, Jaime, un joven arquitecto que trabajaba en un estudio en el barrio del Carmen, con una sonrisa que le cubría toda la cara y unos ojos que brillaban como si el amor fuera la única realidad posible.
Laura vestía un vestido azul petróleo que le había comprado en una boutique de Ruzafa la semana pasada. La tela, suave y ajustada, le marcaba la silueta con discreción, pero también ocultaba el nerviosismo que sentía bajo la piel. Sus zapatos, unos stilettos negros de charol que había heredado de su madre, la hacían sentir una mezcla extraña entre sofisticada y vulnerable. El pelo lo llevaba recogido en un moño bajo, con algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro. El maquillaje era sencillo, con un toque de sombra dorada que resaltaba sus ojos cafés.
Pero a pesar de todo ese esfuerzo, Laura no podía evitar sentir ese punzante escozor en el pecho. Alegría genuina, sí, pero también un vacío difícil de ignorar. No era envidia exactamente. Era la nostalgia anticipada por algo que aún no había tenido y que empezaba a temer que nunca llegaría.
—¡Laura, mi vida!
La voz la arrancó de su ensimismamiento como un pellizco en plena siesta. Y hablando de pellizcos...
Tía Rosa apareció como un huracán pequeño y rojo, con sus labios pintados de un rojo vino intenso y su peinado, una mezcla entre permanente y cardado, digno de las últimas décadas del siglo XX. Antes de que Laura pudiera defenderse, la mujer ya le había agarrado la mejilla con sus dedos regordetes y le dio un pellizco con más entusiasmo que cariño.
—¿Y el novio para cuándo, Laurita? ¡Que se te va a pasar el arroz! Mira a la pobre Marta, ¡qué bien que ha encontrado su media naranja a tiempo!
Laura forzó una sonrisa, un poco automática, mientras se tocaba la mejilla, que ardía un poco por el pellizco.
—Tía Rosa, estoy segura de que el arroz está perfectamente en su punto. Además, yo soy más de sushi. Crudo.
La mujer la miró con cejas arqueadas, sin captar la ironía.
—Ay, qué cosas tienes, hija. Pero el sushi no abriga en invierno. Ya me entenderás cuando se te congelen los pies por no tener con quién dormir.
—Tendré una buena manta eléctrica. De esas con temporizador —murmuró Laura, y se escabulló entre la multitud antes de que Rosa empezara a hablarle de tratamientos de fertilidad y cuentos sobre matrimonios eternos.
La pista de baile estaba repleta de parejas girando al ritmo de una versión chill out de "Corazón partío". Para Laura, aquello parecía una película en la que ella no tenía papel. Observó a Marta, radiante, girando entre los brazos de Jaime como si estuvieran en un musical. A lo lejos, vio a Clara con su bebé dormido sobre el pecho y a su marido dándole besos en la frente. Todos parecían encajar, todos menos ella.
—¿Estás bien?
Laura se giró. Era Lucía, con su vestido satinado color lavanda y su copa medio vacía. Lucía trabajaba en una agencia de publicidad en la Alameda y siempre tenía una sonrisa para disimular lo que no quería mostrar.
—Estoy perfecta —respondió Laura, exagerando su sonrisa—. No hay nada como una boda para recordarte que tu única cita esta semana ha sido con el fontanero que arregló la caldera del piso.
Lucía soltó una risa seca.
—Al menos el fontanero vino. A mí me cancelaron tres en una semana.
—¿Citas o servicios técnicos?
—Ambos —respondió Lucía con un guiño.
Rieron juntas, pero Laura no pudo evitar pensar que incluso Lucía, con su caos emocional crónico, tenía una historia de amor reciente para contar. Ella ni eso.
El domingo llegó como una resaca emocional, aunque Laura no había bebido más que dos copas de vino blanco en toda la boda. Lo que la dejaba tambaleando no era el alcohol, sino la acumulación de pequeñas punzadas invisibles que se le habían ido clavando en el ánimo durante toda la noche anterior.
Como cada semana, la familia Fernández se reunía para almorzar en el piso de Isa, su madre, en una calle tranquila del barrio del Cabanyal. El piso, con sus techos altos, suelos de baldosa hidráulica y una decoración impecable con cuadros de artistas locales y flores frescas, era el epicentro de los domingos familiares.
Isa era el tipo de mujer que parecía sacada de una revista de moda: melena rubia perfectamente alisada, maquillaje sutil pero impecable, y un armario que hacía que cada domingo pareciera una sesión de fotos. Ese día llevaba un vestido midi de seda color marfil y unos pendientes de perlas que hacía años le había regalado su marido. La mesa estaba cubierta con un mantel de lino blanco, y las servilletas bordadas hacían juego con la cubertería de plata.
—Cariño, ¿te has probado ese vestido antes de salir? —fue lo primero que dijo Isa, dándole dos besos sin mirar realmente su cara—. Te marca demasiado las caderas. No te favorece nada.